La otra leyenda
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La ciudad llegará próximamente a su aniversario número 442. Cuatro siglos y casi la mitad de otro es la edad que alcanzará, con las grandes vicisitudes de su historia, el próximo día 25. El acta de fundación no ha sido encontrada nunca. La reunión de historiadores a la que convocó el gobernador Flores Tapia para discutir la fecha le asignó el 25 de julio por ser el día de Santiago Apóstol, a cuya advocación y patronazgo se encomendó la nueva villa. Algunos, no todos los historiadores, opinan que la fecha está resuelta. Buscados con ahínco, los documentos relativos siguen perdidos en la bruma, entre la historia y la leyenda.
Se sabe que encabezados por el capitán Alberto del Canto, los primeros españoles llegaron provenientes de Mazapil, ya para entonces importante centro minero, y que luego de recorrer angostos pasos, largas rectas y penosos ascensos y descensos de montañas se toparon con la fertilidad del valle y sus grandes mesetas, y se establecieron aquí. La tradición señala un pequeño ojo de agua como el sitio de la fundación y resguarda el lugar, ubicado al sur de la ciudad, al lado de la parroquia del barrio del Ojo de Agua. Una construcción reducida y en forma de capilla protege el salto de agua frente al cual se supone tuvo lugar la fundación a la nueva población y le dio nombre: “Villa de Santiago del Saltillo”. Los antiguos pobladores de la región, indios bravos y errantes, no se doblegaron jamás ante los invasores. En una guerra sin cuartel, atacaban constantemente las poblaciones españolas todavía bien entrado el siglo 19.
Por mucho tiempo la fundación de Saltillo fue atribuida al capitán Francisco de Urdiñola y no al capitán Alberto del Canto. Se hablaba, incluso, de dos Urdiñola, apodados uno “El viejo” y el otro “El mozo”, el segundo, al parecer, un sobrino del mismo nombre que ingresó a la orden jesuita años después de la muerte del primero. Muchos crímenes y crueldades se le achacaron a don Francisco.
La leyenda cuenta que al sospechar la infidelidad de su esposa urdió un plan para asesinarla y fabricar su coartada: invitó a los vecinos a cenar y jugar una noche en su hacienda de Bonanza en Zacatecas, hasta donde llegaban sus propiedades, y ya reunidos, el capitán Urdiñola alegó una indisposición pasajera y se retiró rogándoles que siguieran disfrutando la comida y los vinos de su casa. Entonces, él cabalgó hasta la hacienda de Patos, hoy General Cepeda, donde encontró a su esposa y al amante, los mató ferozmente, y en la misma noche, a fuerza de cambiar cabalgaduras que ya había dejado dispuestas en el camino, regresó a Bonanza a terminar la partida de cartas con sus amigos. La leyenda, por cierto, compuesta en versos, dice que el oidor de la Audiencia de Guadalajara no tenía manera de comprobar la culpabilidad del capitán y le tendió una trampa. Se apostó en la casa de Patos y metió al escribano debajo de la mesa. Luego, ya sentados, orilló al conquistador a confesar con lujo de detalles su horrendo crimen. Terminada la confesión, el oidor se llevó tremendo susto cuando levantó la carpeta de la mesa y vio que Urdiñola había dado muerte al escribano apretándole el pescuezo con sus rodillas, de lo que tampoco pudo culparlo.
Lo cierto es que sólo hubo un Urdiñola y fue gran pacificador de la región, aventurero y valiente como todos los que llegaron a estas tierras; que su mujer, doña Leonor de Lois, murió de enfermedad y no asesinada; que el capitán no fue marqués, pero se hizo de una gran cantidad de tierras que posteriormente pasaron a formar el Marquesado de San Miguel de Aguayo, título nobiliario adquirido por el esposo de su bisnieta; que la descendencia de Urdiñola, todas mujeres por varias generaciones, fue tan recia como él, lo que dio lugar a la otra leyenda, murmurada entre la alta sociedad y la nobleza peninsular de la Nueva España: “En casa de San Miguel, el marqués es ella y la marquesa él”.
DESDE MI BARRIO
Esperanza Dávila Sota