La patria es una, no vayamos a perderla
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La demagogia cobra cuotas muy altas, la bolivariana que instauró Hugo Chávez en Venezuela y que persiste bajo la batuta de uno de los hombres más falto de luces, que es Nicolás Maduro, ha llevado a aquel país al colapso social, económico y por supuesto político más desolador de su historia. A su población la han empujado a tomar decisiones muy difíciles, como salir del país o quedarse, y quienes se quedan “pasan las de Caín”. Y debe ser muy duro para un pueblo que estuvo acostumbrado a nadar en la bonanza, que le dio sus abundantes recursos petroleros, vivir ahora en semejante devastación. La oposición no cuaja. Juan Guaidó, cabeza visible del movimiento, a ratos parece que se está quedando solo. Y Ecuador se debate en la misma suerte, el gobierno de Lenin Moreno no ha logrado encauzar una política desvinculada de la década correísta; sigue arrastrando el lastre. En términos llanos, el empleo y los precios son claros indicadores de que la recuperación aún está muy lejana. Y está Bolivia, donde la ambición tampoco descansa. Evo Morales pertenece al mismo club de la perpetuación en el poder, y mire usted como la están pasando sus compatriotas, trabados en una guerra prácticamente civil, que él alienta desde el asilo que le ha dado su colega mexicano. Abunda ésta escoria en el poder, dan nauseas. En Nicaragua, los Ortega –Murillo, marido y mujer–, amachados a continuar mandando. Sordos y ciegos al malestar manifiesto de la ciudadanía que ya no los quiere, que está harta de un régimen de prepotencia, igualito al que les impuso el siglo pasado el descastado de Anastasio Somoza.
Que empeño tan mezquino, típico de los gobiernos socialistas, de acicatear el odio y el separatismo entre la población. Convierten a la política en sevicia corrompiendo la condición humana de los gobernados. La democracia se nutre de participación ciudadana, no de inquina, ni de agravios. La democracia suma las diferentes opciones y las traduce en políticas plurales, de inclusión; la democracia se fortalece en el diálogo respetuoso y en los acuerdos que surgen de este cuando la voluntad no está enferma y hay genuino interés por conjugar en plural. Caso contrario cuando es la denostación al adversario lo que rige la actuación del Ejecutivo en turno, más la actitud gazmoña y huérfana de ética de la corte de incondicionales de que se rodea, variopinta por cierto, venida de acá y acullá. Abanico de cuanto se dijo que era y se traiciona porque en realidad no era. Cuando la democracia no se sustenta en valores que entrañan una fraternidad universal, se desintegra, entra en una profunda crisis de identidad. Al faltar, el país que la padece puede incluso comprometer su estabilidad.
El tener poder para poder tener, constituye uno de los placeres sibaritas del político. Se engolosina con el mismo. Mal de altura se le denomina a esa “debilidad megalómana”. Se vuelve “sordo” a la crítica, “adora” el halago y sublimiza el pedestal en el que se monta. El diálogo queda proscrito, se hace adicto al monólogo, por eso se aísla de la realidad y crea una paralela. Vive de la exaltación propagandística del aparato creado ex professo para ello y desde ahí habla, más bien dicho, pontifica, y cuenta “sus verdades”. De ahí el descrédito del oficio político. El filósofo de la Ilustración, Jean D’Alembert, llamó a semejante oficio “el arte de engañar a los hombres”. Hoy la propaganda y la publicidad, hermanadas, “endiosan” al político.
¿Y los destinatarios de semejantes desvaríos? Es decir, los gobernados, ¿qué?... ¿Nos cruzamos de brazos? ¿Volvemos la vista hacia otro lado? ¿Nos sentamos a esperar que suceda algo…? La esperanza se convierte en docilidad a la larga. Ya tuvimos 70 años de dictadura perfecta y el retorno de un engendro espantoso el sexenio pasado; cómo no sería de espantoso –como apunta Juan José Rodríguez Prats– que permitió “el arribo, y mediante el voto, del más descalificado personaje a la presidencia de la República”.
No me perdonaría nunca no haber hecho nada ante un régimen que si no lo contenemos entre todos, nos llevará al abismo de una dictadura. No me quiero quedar con la máxima de desesperanza que apunta José Ortega y Gasset sobre la política: “…es una actividad instrumental, limitada, que no es capaz de organizar la amistad entre los hombres, ni la lealtad mutua, ni el amor”. Mexicanos, ha llegado la hora de serlo.