La Revolución institucionalizada… para principiantes
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Signos de los tiempos que corren: Celebrar las efemérides no cuando se conmemoran, sino cuando mejor conviene al sistema productivo.
Así es, desde hace algunos años los días de asueto de nuestro calendario no coinciden con las fechas a consagrar, sino que los descansos obligatorios se mudan al día inmediato al fin de semana más cercano, sea lunes o viernes.
De esta manera se evitan los llamados “puentes” (conectar a la mala el día feriado con el fin de semana, aunque medien entre sí uno o dos días hábiles), que en nuestra cultura laboral llegaron a ser tan distintivos.
Si a mí me lo preguntan, me parece completamente sensato. Esto permite a muchos foráneos, por ejemplo, salir de visita a su terruño con la holgura del día extra, o planear unas mini vacaciones, sin que la economía esté en riesgo de estancarse cinco días seguidos. Es mucho más provechoso además que tener un día libre perdido a mitad de semana.
Me gusta dicho enfoque pragmático productivo, y eso que a mí la verdad ni me va ni me viene, pues tengo muchísimos años jugándole al freelance, sin un empleo de oficina, desde que descubrí que sufro un anómalo padecimiento llamado gentefobia.
De hecho, mientras el godinaje mexicano le saca el mayor partido posible a su fin de semana largo, yo tengo que preparar estas líneas. Y no es como que vaya a desfallecer de extenuación cual Ben Hur en las galeras, pero sí se siente gashito estar calentando la silla cuando todos andan aprovechando el Buen Fin que aplica en chupe, cortes finos, moteles, todo a meses sin intereses.
La ocasión a conmemorar, no lo olvidemos, es el Aniv de la Rev, sangrienta gesta bélico-político-social que, según la sabiduría popular (o creo que fue López Mateos), hizo al rico pobre, al pobre lo hizo pendejo, al pendejo lo convirtió en político y al político lo hizo rico.
¡Qué hermoso escalafón social no ascendente sino circular! Si al menos pudiéramos hacerlo rotar una posición, una vez cada sexenio, para que así todos tuvieran una oportunidad, creo que viviríamos en una verdadera utopía.
Le aseguro que hasta los que les tocara jugar de pobre o de pendejo se aguantarían con mucha resignación: “¡Bueeeno, es sólo por este sexenio! ¡Ya tuve la mía y ya me volverá a tocar!”.
Siendo perfecta como lo fue, la Revolufia alumbró a un subproducto también perfecto. Hablo del partido de partidos, la aplanadora tricolor, la divisa de Satán, la expresión más acabada del autoritarismo vestido de democracia, el señor PRI, el Revolucionario Institucional.
Creo que ni el mismo Vargas Llosa fue consciente de lo milimétricamente precisa, de cuán exacta fue su descripción del régimen que nos definió durante el siglo 20. Y aunque en fechas más recientes se quiso desdecir, de haber vivido aquí el literato peruano sabría que no existe mejor manera de definir ese fenómeno llamado PRI y que fue gracias a este aporte que la academia sueca le concedió el Nobel de Literatura.
¿Dictadura? ¡Sí, señor! ¿Perfecta? ¡También!
El PRI no sólo anulaba cualquier atisbo de elección libre, ya fuese por la imposición mediática, el acaparamiento absoluto de todas las estructuras del poder y, cuando todo lo demás fallaba, por una monstruosa maquinaria electoral, horrenda pero infalible. Un andamiaje electorero que les garantizaba una nutrida participación en las urnas en su favor, capaz de contrarrestar cualquier otra opción en la boleta y al mismo tiempo de desalentar al resto de los votantes: “¿Para qué molestarse si de cualquier manera va a ganar el pinche PRI?”.
Pero las elecciones allí estaban, a la vista de todos, incluso de la observación internacional. “¿Incidentes? Sí, tal vez, pero… ¿qué proceso no los tiene? Además estamos en Latinoamérica. Nuestra democracia es incluso de punta para los estándares en el resto del continente”.
Sin embargo, el rasgo exclusivo y distintivo al que hacía referencia la aludida perfección de esta dictadura (que el gran Eduardo del Río “Rius” definió como dicta-blanda) fue que cobró consciencia de sí misma.
Así es, cual Skynet pre cibernético, el PRI cobró autoconsciencia y entendió que en aras de supervivir no podía perpetuarse en el poder en una misma encarnación, sino que tenía que renovar puntualmente a la figura presidencial.
Por más que el ungido en turno se enamorase del ejercicio de sus funciones (¿a quién no le chifla ser monarca absoluto?), jamás el régimen habría de sucumbir a la tentación de extender el mandato de nadie, absolutamente de nadie, en aras de darle continuidad al proyecto.
Cada presidente priista supo desde su toma de protesta que su investidura venía con una fecha de expiración, misma que siempre se respetó.
La verdad, mucho me admira el hecho de que, pese a la irrestricta e incuestionable concentración de poder que significaba ser Presidente de México, nadie se vio tentado siquiera a quedarse sentado en la Silla indefinidamente al más puro estilo sudamericano, pese a que lo más probable es que tal jugada les habría salido bien (al menos en un inicio) a la mayoría de los mandatarios que nos sentó el priismo en México.
Ya me piqué. Seguimos disertando sobre la Revlon-lución y su tumor más maligno, el priato, en la próxima entrega de esta semana corta.
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