La trampa de lujo
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Igual a la de muchos jóvenes que esperan que al trabajar sin descanso obtendrán solidez financiera, mayor satisfacción, tranquilidad y la posibilidad de dedicarse a lo que les gusta a los 35 años
Tengo tres trabajos muy demandantes, soy fotógrafa, diseño sitios web y doy clases de mercadotecnia en una pequeña universidad”, me comentó Ana Laura, de 39 años, quien además tiene tres hijos pequeños y un marido al que le gusta viajar. “¿Y cómo te da tiempo para todo?”, le pregunté azorada. “No me da tiempo”, fue su respuesta. “Vivo agotada y con gastritis permanente”. Mientras platicábamos frente a un café, Ana Laura no dejaba de ver el celular y de chatear con no sé quién. Al escucharla recordé “La trampa de lujo”, una sección del libro De animales a dioses, de Yuval Noah Harari, que me pareció muy entretenido e informativo. Este apartado en especial me hizo voltear a ver cómo fue mi propia vida durante una etapa. Igual a la de muchos jóvenes que esperan que al trabajar sin descanso obtendrán solidez financiera, mayor satisfacción, tranquilidad y la posibilidad de dedicarse a lo que les gusta a los 35 años. Cuando se dan cuenta de que eso no es posible, redoblan esfuerzos y trabajan como esclavos, sin percatarse de que al igual que el homo sapiens hace miles de años están cayendo en una trampa sin salida. La trampa del trigo Un día, el homo sapiens, después de vivir cerca de 50 mil años como una especie cazadora y recolectora, comenzó a cultivar trigo, lo cual le prometía una serie de comodidades y descanso al establecerse en un solo lugar. Comenzó a sembrarlo sin saber cuán exigente era el cultivo del cereal y cuánto arruinaría su calidad de vida. Desde el amanecer hasta el anochecer, el homo sapiens se partía la espalda —literalmente—, al dedicarse a despejar campos y cuidar al caprichoso trigo que no gustaba de las rocas ni las piedritas, tampoco le gustaba compartir espacio, agua ni nutrientes con otras plantas. Además, había que defenderlo de conejos, gusanos y plagas, sin contar a los vecinos ladrones. Hombres y mujeres trabajaban incansablemente, quemaban bosques y malezas, para el riego cargaban baldes de agua desde ríos y manantiales lejanos. Como sus cuerpos no habían evolucionado para esas tareas, comenzaron a tener todo tipo de achaques en la columna vertebral, las rodillas, el cuello y los arcos de los pies. Cuando eran nómadas, su dieta era rica y variada; limitada al trigo, un poco de papas y arroz, resultó en desnutrición y varias enfermedades. Sin contar con que si llegaba alguna plaga, llovía en exceso o no llovía, los campesinos morían por millares. Cuando eran cazadores recolectores, las mujeres tenían pocos hijos debido a la carga y el lento desplazamiento que implicaban los niños; o bien, espaciaban los nacimientos en intervalos de tres o cuatro años. Una vez establecidos, la población se multiplicó, lo que significaba trabajar más duro para alimentar a todos. Como los niños se alimentaban más de cereales que de leche materna, la mortalidad infantil se disparó y los poblados se convirtieron en viveros de enfermedades infecciosas. En pocas palabras, en un par de milenios, la vida de las personas lejos de hacerse más fácil, como se esperaba, se hizo mucho más difícil. Lo increíble es que nadie se daba cuenta de lo que ocurría. Por lo que Harari concluye que “el trigo acabó por domesticar al hombre y no al revés”. ¿No sucede lo mismo en el siglo XXI con nuestra vida acelerada, el insaciable deseo de poseerlo todo, nuestra falta de libertad al no separar horarios de trabajo y de descanso debido a la tecnología? ¿Acaso no nos estará domesticando ella a nosotros?
Te recomiendo leer el libro.