A Laredo vamos
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En lengua norestense el vocablo “chivear” quiere decir “Contrabandear, pasar mercancía de los Estados Unidos a través de la frontera y venderla en territorio nacional”. Justa es esa definición que viene en el útil “Lexicón del noreste de México”, de Ricardo Elizondo Elizondo. Habría quizá que hacerle una pequeña corrección: la mercancía que se compraba en la “chiveada” no necesariamente era sólo para venderse; podía ser igualmente para uso o consumo personal. Lo que chiveaba el chivero –más bien la chivera pues casi todas eran mujeres- sí era exclusivamente para la venta, pero los particulares podíamos también chivear –o sea comprar “chivas”; cosas diversas- sine animo lucrandi, es decir, sin ánimo de lucro.
Esto de la chiveada llegó a ser un rito solemne. La salida, casi siempre a Laredo, era en la madrugada, para que el día rindiera. Se hacía una parada obligatoria, en Ciénega de Flores, a fin de almorzar el sabrosísimo machacado con huevo del restorán García. Ya eso justificaba el viaje. Llegaba uno a Nuevo Laredo al filo de los 9 de la mañana -entonces no había aún autopista- y pasaba la frontera sin dificultad. ¡Qué tiempos aquéllos! No necesitaba uno papeles, ni mica o visa láser, como ahora. Yo recuerdo haber pasado “al otro lado” simplemente mostrando la credencial que me acreditaba como profesor de la Universidad. Bendito sea Dios. Ahora hasta hay en la pasada un perro que lo huele a uno, y en partes que no son para mencionarse aquí.
En Laredo ibas al centro, porque entonces no había moles, plural castellanizado de la palabra inglesa “mal”, que en Estados Unidos es centro comercial.
-Bienvenido a Oaxaca -le dijeron a un norteño- la ciudad de los siete moles.
-¡Ah cabrón! -se sorprendió el sujeto-. ¡En McAllen nada más hay dos!
Las compras se hacían en Woolworth y en el Kress. Solamente los ricos iban a Joe Brand. ¿Qué compraba uno? Rompecabezas; un juego de pinzas y desarmador; una camisa de “dectolin”, tela maravillosa que no se arrugaba y por lo tanto no se tenía que planchar, y un pantalón de Penney’s. Las señoras compraban ropa interior, medias y una blusa. Ah, y juguetitos para los niños. Luego, a comer. La comida era de lujo, en un restaurant frente a la plaza: pollo frito empanizado, a la manera texana. (En Texas los pollos nacen ya fritos y empanizados. No se conoce ahí el pollo de otro modo).
Por la tarde ibas al HEB o a Walgreen a comprar cosas de comer: queso Velveta, chocolates Hersheys, y un frasco de aspirinas americanas, que son mejores porque no atacan al estómago. Y luego, al caer la tarde, el regreso. Es decir, la pasada.
Ahí venía lo bueno. O, mejor dicho, lo malo. Casi no traías nada, pero sentías como si trajeras en la cajuela del coche todo el oro de Fort Knox. Y que no se le hubiera ocurrido a tu señora comprar una plancha, o a ti un radio de transistores. Había un señor Ficachi cuyo sólo nombre ponía a temblar a los viajeros:
-No vaya estar Ficachi en el 26.
El señor Ficachi casi nunca estaba, pero su fama bastaba para que se te hiciera un pozo en el estómago cuando ibas a pasar. Llegabas a la garita del puente.
-¿Qué trae? -preguntaba, ceñudo y sañudo, el aduanal.
-Nada -respondías con temblores en la voz-. Cosas para comer, nomás.
-Abra la cajuela.
No puedo ya seguir: el temblor me impide continuar. Mañana terminaré el relato.