A Laredo vamos (II)
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Le preguntaron a un sujeto de Reynosa:
-Oye: ¿Fulano de Tal es gay?
-No lo sé -respondió el interrogado, cauteloso-. Pero una cosa te puedo asegurar: es demasiado fino pa’ frontera.
La vida fronteriza, en efecto, presenta problemas que no tiene la existencia en -digamos- el interior. Allá los procedimientos son más rudos, y por eso los caracteres deben ser más templados y más fuertes.
Quienes no íbamos frecuentemente a la frontera sentíamos temor ante el trámite de “la pasada” después de las compras hechas en Laredo.
-Abra la cajuela -ordenaba con tono perentorio el aduanal.
Resignados a lo peor obedecíamos.
-Trae mucho -decía el hombre aunque uno hubiera comprado nomás una bolsita de Kisses.
Cuentan que un pobre tipo declaró no traer nada, y aun así el revisor lo ordenó que abriera la cajuela.
-¿No dijo que no traía nada? ¿Y esas botas?
-Son las que traigo puestas, jefe -replicó tristemente el hombre-. Lo que pasa es que mi coche es viejo y la cajuela ya no tiene fondo.
¡Qué difíciles eran esas pasadas! Meneaba la cabeza el aduanal como diciéndonos que habíamos violado todas las leyes habidas y por haber.
-Trae mucho.
-Usted dirá -balbucíamos nosotros.
-Bueno -cedía el aduanal-. Deme pa’l café.
El café que consumía el aduanal era muy caro, porque si daba uno menos de 20 pesos –lo que cuento sucedía en los años sesentas del pasado siglo, cuando un café costaba 50 centavos- el individuo hacía un gesto al mismo tiempo de desagrado y de desdén.
Las señoras que hacían el viaje sin señor, cosa muy rara aún, pero que se veía, eran más delicadas. Les daba pena entregar aquel billete en forma personal, y entonces lo ponían en el veliz, sobre los géneros. Abrían el tal veliz y el aduanal con toda naturalidad tomaba el billetito. Tal es un antecedente de lo que después, en tiempos de Miguel de la Madrid, se llamaría “simplificación administrativa”.
Así las cosas los aduanales se hacían ricos prontamente. La gente veía una lujosa mansión en cualquier ciudad de la frontera y automáticamente decía:
-Ha de ser de un aduanal.
Se bañaban esos señores, pero -claro- tenían que salpicar. Las aduanas eran una industria cuyas chimeneas llegaban hasta muy arriba.
Después las cosas se modernizaron, y vino lo del semáforo. El principio en que se inspira ese sistema es que la autoridad confía en el ciudadano, pero no tanto. Y son muy caprichosos los semáforos. Por ejemplo, en días de puente, en Semana Santa o Navidad, parece que se les funde el verde, y todos marcan rojo.
No cabe duda: se ha perdido algo de la nostalgia de chivear. Primero por la inseguridad que ahora priva en la frontera, luego porque en cualquier pulga, sobre todo de Monterrey, encuentra uno casi todo lo que en Laredo o McAllen se puede conseguir. Alguien dirá que no es lo mismo, que allá los artículos –sobre todo de ropa- son más baratos y de mejor calidad, y que falta además la emoción de la pasada. Si de eso se trata, de emociones, bastará con sonarle el claxon cinco veces a algún agente de tránsito o gendarme, y luego pisar a fondo el acelerador. Eso también será muy emocionante.