Las naranjas de doña Inés
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El Municipio es ente muy cercano. Tiene cuerpo. Lo vemos. En tiempos lejanísimos -y tan cercanos- de la juventud miré en “El Triste”, que así se llamaba entonces el barrio alegre de Saltillo, a dos borrachitos en pedencia. Perdón: quise decir en pendencia. Llegaban ya a las manos cuando acudió un gendarme, reconocible sólo por el quepí grasiento que le tapaba no a medias, sino a dieciseisavos, la hirsuta cabellera.
-¡Cuidado! -advirtió alguien a los rijosos-. ¡A’i viene el Municipio!
Un poco más lejano tenemos al Estado, pero lo sentimos también cosa terrena. En tratándose de la Federación, sin embargo, ella es para nosotros entelequia, inaccesible ser sin cuerpo ni alma, ectoplasma ominoso más alejado de nosotros que los principados, potestades, tronos y dominaciones de la remota Corte Celestial.
Don Francisco Morales era el guardián del orden público en Arteaga. Entonces no había mucho que guardar: el vecindario era pacífico de suyo, y el único gendarme de la Villa servía sólo de amigable advertencia y símbolo del poder municipal. Su más notorio despliegue de violencia acontecía una vez al año, y consistía en varios tiros de su pistola disparados al aire, con miedo de los chiquillos y soponcio de niñas casaderas, en la ceremonia del Grito de la Independencia.
Este don Panchito se había casado con una mujer muy recia, doña Inés, a la que no asustaban los bigotes fieros de su consorte, ni su pistola. De igual a igual sostenía con él épicas reyertas conyugales, en aquel tiempo en que las esposas eran como sumisas hijas del marido, al que llamaban “mi señor”. No así aquella tremenda doña Inés. Desde la partición del agua hasta el estanque de La Cruz se oían sus grandes voces y dicterios, mayores aún y más sonoros que los de don Francisco. Sí él le decía cabra ella le aumentaba el tamaño. Si él le levantaba una mano ella le alzaba dos. Se adelantó doña Inés al 8 y 9 de marzo de este año.
Un malhadado día su esposo le dio a su mujer un empellón en la cocina. Como respuesta doña Inesita le quebró en la cabeza un gran comal de barro y luego le echó el quepí al fogón, con lo cual la prenda quedó sollamada y llena de tizne. Así trajo don Pancho ya para siempre su quepí, pues no había en el erario público presupuesto para otro.
Como remate de cada pleito conyugal doña Inés le decía a su esposo estas palabras, las mismas siempre:
-Mire, Pancho: cuando usté se muera ni crea que le voy a guardar luto. Me voy a poner un vestido amarillo y me voy a sentar en la puerta de la casa a comerme real y medio de naranjas. Y no me voy a meter hasta que me las acabe.
Real y medio de naranjas, lo digo aquí para debida constancia, era un costal bastante grande de naranjas.