Lección de vida
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Le digo que uno está bueno, entero, completo y todavía se queja, en cambio aquellos que tienen alguna limitación física o enfermedad, sonríen a la vida.
Ésto viene a cuento porque me acordé de la historia de Arturo Morales Herrera, el hombre sin brazos que trabaja en los mercados de Saltillo.
Seguro que usted lo habrá visto, es un señor morocho, chaparrito, grueso, y que vende papel aluminio, bolsas para basura y rollo.
Qué temple el de este hombre, oiga, qué valentía.
Yo lo perseguí una semana entera por todos los mercados de la ciudad, porque si hay algo en la vida que me fascine es caminar los mercados rodantes con sus puestos de ropa, de fritangas, de lotería, de películas pirata, de verduras, de todo.
“Arturo es el orgullo de los mercados”, me decía la gente.
Cómo era posible, decían los oferentes, que gente a la que no le falta nada, que está competa, se ande suicidando porque la vieja o el viejo lo dejó, y Arturo que no tiene brazos, ama la vida.
Cuánta gente güevona hay por todas partes y Arturo que no tiene brazos se gana la vida con el sudor de su frente, me decían en los mercados.
Y yo pensaba, sí es cierto, cuántos limosneros sanos hay en el centro, cuántos pedigüeños farsantes en los cruceros que han hecho de la caridad un jugoso negocio y Arturo que no tiene brazos anda chingándole como Dios manda.
Ah, porque una de las cosas que más me impresionaron de Arturo era el esfuerzo que hacía para jalar con sus hombros, por medio de una cuerda, su carro de mercancía, un pesado armatoste de lámina.
Nunca en los días que estuve con él lo escuché putear, nunca.
Y sus carcajadas estentóreas, alegres, se oían por todo el mercado.
Yo me quedaba pensando: qué extraordinario señor éste, que no tiene brazos y todavía se ríe.
Sin duda una gran lección de vida.