Liberata
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Liberata se llamaba mi abuela materna queridísima, mujer de bondad, inolvidable. No creo que ese nombre, con todo y su diminutivo, “Lata”, gustaría hoy. En este nuevo tiempo de Mirisas y Anabelles, de Yajairas y Jeanettes, el nombre “Liberata” sonaría cacofónico, pese a su hermosa significación de libertad.
Antiguamente, sin embargo, el nombre debe haber sido muy gustado, pues con frecuencia lo he encontrado en cartas y relatos del antepasado siglo. A más de mamá Lata otras dos Liberatas hay que quiero recordar.
Liberata Lobo… “Lata” le decían también. Fue hermana de don Melchor Lobo, que tanto amó a Saltillo y que tan buenas cosas le dejó. En cierta ocasión, cuando la persecución religiosa, los soldados entraron en casa de los Lobo. Ausentes los hermanos y la madre enferma, las hijas hicieron frente con serenidad a la difícil situación. Cuca escondió en el ropero de su madre el copón con el Santísimo y los ornamentos del sacerdote que cada día, pese a la severa prohibición, iba a la casa a decir misa. Lata se cubrió el pecho con las cartucheras del parque que estaba ahí escondido para hacerlo llegar a los rebeldes, y luego, tapándose con amplio rebozo que cruzó sobre sus hombros, recibió a los soldados. Todavía, después que éstos buscaron y no encontraron nada, los invitó a cenar tamales con café.
Otra Liberata digna de recordación fue Lata Arizpe. Casada con don Benito Goríbar, saltillense muy destacado en tiempos de la intervención francesa, estaba por dar a luz cuando se tuvo noticia de que los franceses iban a llegar a la ciudad. Doña Liberata se sentía débil, y temió por su vida. Le angustiaba la suerte de sus hijos si ella llegaba a faltar. Sus tristes pensamientos se cumplieron. La noche misma de la llegada de los invasores ella murió de parto. Para poder ver a su esposa muerta, y despedirse de ella, don Benito, que combatía contra el invasor, tuvo que saltar unas tapias por la noche y bajar por la azotea de la casa donde se velaba el cadáver de la amada difunta.
Hijo de ambos -de don Benito y de su infortunada esposa- fue Benito Boríbar, cuyo olvidado nombre debería estar en la memoria de los amantes del teatro. Fue él un excelente actor que a fines del siglo diecinueve gozó de mucha nombradía. Era declamatorio, como todos los actores de su tiempo. En vez de decir, por ejemplo: “Está muerta”, decía: “Esta muéreta”. Y así. En el Teatro Acuña se le impuso corona de laurel, y con varias compañías recorrió los principales escenarios del país. A su regreso a Saltillo fundó un grupo teatral de aficionados, y con habilidad lo dirigió. Se cuenta de él que era hombre guapo, muy apuesto, y que siendo ya hombre mayor, de casi 80 años, con canas que le nevaban la cabeza, conservaba intactas su galana presencia, su elegancia y-sobre todo- sus facultades de varón, por lo cual obtenía el favor de muchas damas. ¡Quién tuviera lo que él! Quiero decir la energía y entusiasmo que se necesitan para dirigir una compañía teatral.