Los adioses
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Para el doctor Luis Barrón
Cuando se cierra una puerta no pensamos nunca que será la última vez que habremos visto los interiores de un hogar: sus patios, sus pasillos, sus habitaciones. La luz sobre las ventanas yéndose despacito, sustituida por las sombras de la noche.
No pensamos que será para siempre que no escucharemos más, ahí, la voz afectuosa del amigo, ni disfrutaremos de su compañía o daremos el último abrazo de despedida.
Quedan entre sus muros las pláticas reconfortantes de invierno, donde el calor del hogar brindaba destellos naranjas y amarillos que salían desde una evocadora chimenea.
Fueron también testigos estos muros de las sonrisas por una buena gracejada; las canciones que un día un grupo se haya permitido, contagiado por las notas musicales de un artista frente a su piano, antaño personaje imprescindible, siempre inolvidable, escuchado con devoción sus últimos acordes del tema de “Casablanca”, “As time goes by”, en esa vieja casa de Saltillo, “El Tapanco”, que ahora ha cerrado sus puertas en el entrañable centro histórico.
La luz de las velas alargaba las conversaciones: “La fe, ese aroma que queda en la botella de perfume…” Las mesas, dispuestas en una elegante sencillez, impecables, en un comedor que mucho vio de amores primeros, de despedidas fugaces, de reflexión, de memorables discusiones en torno a asuntos entonces de la mayor importancia… ahora tan banales todos.
Al cerrarse esa puerta, al verse retirados los letreros que lo identificaban, llega la evocación de la tantas veces dicha, y con tanta emoción siempre, la historia y explicación de su nombre, “El Tapanco”.
Queda en la memoria el ambiente de aquel efímero instante, la atmósfera que dejaban los vientos llegados desde la primavera o traídos por los íntimos fríos del invierno. El aire helado del otoño, y un rápido movimiento del observador mesero para cerrar con el pestillo las hojas de madera que protegían las ventanas.
Presencias amables del capitán, y personal todo, que hacían de la casa de restauración un hogar, conjugaban con ello la espléndida cocina que fue siempre el sello de la casa.
Se cierra su puerta y queda inscrito en el recuerdo el sonido de los pausados pasos sobre las baldosas de barro, que permitían hacernos a la idea de un Saltillo que, ¡ay!, cómo quisiéramos aprehender algunos de sus antiguos saltillenses.
Adobe y maderas, nobles materiales del viejo Saltillo. ¡Cuánto trabajo en su mantenimiento, pero qué sensación de bienestar para el espíritu! Eran de adobe sus paredes; de madera las vigas que asombraban a cuanto habitué nuevo arribara a “El Tapanco”. De potente antigua madera la puerta que se abría para dar la bienvenida sobre la calle Allende. De madera, los que quizá sean los últimos barrotes de ese material en las ventanas interiores de la casa, en lo alto, que nos vieron, y a tantas generaciones, pasar en ese tráfago
rápido del ir y venir de todos los días.
Se cierra y con ello sus luces, su encanto, sus aromas. El recuerdo de muchos que ya no están: sus figuras, sonrientes, frente a un exquisito platillo, un delicioso postre, una imaginativa y única combinación de ingredientes; o bailando en la que alguna vez estuvo y ya tampoco está, la
pequeña fuente a la salida del comedor.
Al cerrarse una puerta pasa un poco como en la despedida con las personas que están a nuestro alrededor. Decir “nos vemos mañana” pareciera que viene a conjurar cualquier pensamiento y de verdad hará que nos veremos mañana.
Pero el tiempo es, ya lo sabemos, inmisericorde, y todo pasa, como dice el poeta.
Al cerrarse una puerta decimos adiós a tantas tardes; a tantas noches; a tantos días que dejan en nosotros profunda huella. Adiós, pues, a “El Tapanco”, que se despide de este viejo y querido corazón de Saltillo.