Los ‘Avelievers’
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Me entero que estuvo de visita en nuestra capital, el azote del “hamparte”, terror del “readymade” y pesadilla de los “performers”, Avelina “tu obra no me comunica” Lésper.
Lésper ha ganado notoriedad en los últimos años por darle voz a todos aquellos que nos sentimos estafados luego de visitar una galería de arte contemporáneo.
Créame que es mi propio caso, tras haber estado en exposiciones de Kaws y Takashi Murakami, embaucadores de talla mundial cuyos trabajos son meras intervenciones a formas de expresión de la cultura pop, manufacturados la mayoría de las veces. Es decir, ni siquiera son los responsables definitivos de sus “creaciones”, sino que un equipo de proveedores y colaboradores trabaja sus obras.
Sucede que en el siglo 20 alguien se dio cuenta de que la definición de arte era algo más bien ambiguo y que se la podía apropiar para ponérsela a lo que fuese que se le ocurriera y así acceder a una élite social y quizás hasta pasar por alguien inteligente.
Ello, aunado a que -en un intento de ruptura con la academia tradicional- las formas de expresión se volvieron cada vez más arriesgadas, fue caldo de cultivo para que surgiera la legión de pseudo artistas que al día de hoy tenemos que padecer, desde Jeff Koons -que expone perritos de globos en formato monumental-, hasta Yoko Ono, quien asegura era la única con talento de The Beatles.
Retarlos o cuestionarlos -no a ellos, vaya, sino a su propuesta- le puede valer a uno el estigma de retrógrada, obtuso, reaccionario, atávico, timorato, cuadrado, ignorante, inculto, virulento y hasta envidioso.
Y de allí que la presencia de una Lésper sea tan incómoda, doquiera que vaya, porque advenedizos del arte los hay por todo el mundo y una crítica con su postura -tan fiel a las formas académicas-, supone un riesgo para el tinglado de las élites intelectualoides.
Y es que no sólo los “artistas” contemporáneos viven de verle la cara a su público, sino que se teje todo un entramado en el que participan curadores -que ya son también estrellas intocables-, autoridades -faltaba más- especuladores, galerías y casas de subasta.
En las grandes ligas, todo el discurso del arte moderno se encamina a amasar fortunas a costa de multimillonarios ávidos de validación. En los ámbitos locales, con una beca, un puesto administrativo o una exposición con canapés y vino de cajita, se dan por bien servidos.
La repudiada Lésper sostiene que estas redes son meros círculos de autocomplacencia, en los que “tú respaldas mis absurdos y cuando haga falta yo haré lo mismo con tus ridiculeces”.
A fin de cuentas, no hay parámetros para medir la belleza. ¿Verdad? No hay un argumento que pueda decirme que yo estoy equivocado. En ningún lado dice que lo mío no es tan arte como el de Beethoven, Rembrandt o Víctor Hugo.
Lo cierto es que sí existen dichos argumentos, pero es mucho más cómodo vivir ignorándolos porque de aceptar que sí hay una fórmula para distinguir el arte riguroso del “hamparte” -la asunción de que todo es susceptible de ser considerado arte-, colapsaría un sistema de privilegios que muchas veces llega hasta el ministerio de cultura de una nación.
Instalarse en ese relativismo en el que todo se justifica bajo la óptica adecuada, es la actitud equivalente con la cual hemos normalizado, fuera del mundo del arte, la corrupción.
Cuando callamos ante una evidente estafa y, peor aún, le inventamos un marco teórico para validarla y hasta salimos en su defensa -con tal de que no se rompa el círculo de mentiras y privilegios- estamos apuñalando a la verdad y obstruyendo a la justicia.
Y cuando alguien tiene el valor de alzar la voz para decir que el emperador anda desnudo y que no hay ningún ropaje mágico visible sólo para las mentes privilegiadas, la vergüenza colectiva es tanta que es mejor acallar esa voz y suscribirla en la lista de los indeseables de la corte, como sucede con Avelina Lésper.
No sé si usted alcance a ver la correlación, pero yo percibo el mismo fenómeno que ha sumido al mundo del arte en la mediocridad, replicado en nuestra indiferencia hacia la verdad y que pagamos con la actual decadencia moral.
Por eso, cuando en alguna exposición le quieran servir Yoko Ono o cualquiera que sea su equivalente local, usted diga “¡No gracias, soy ‘Aveliever’!”.
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