Los motivos de la soledad (1)
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“Y ahora déjenme; voy solo”. Se lee en un verso de inicio de un poema de un libro, “Elogios”. Usted lo sabe, de un poeta enorme, Saint-John Perse. Premio Nobel de Literatura de 1960. Ir solo. Caminar solo. Caminar estando sentado en el escritorio. Viajar sin salir de casa. Caminar y viajar sin salir de las cuatro paredes de nuestra habitación. ¿Cuánto tiempo? No lo sé. Semanas, meses, años. Tal vez e incluso, toda la vida. Pero, hay de soledades a soledades. Estar confinado en una habitación, entre cuatro paredes, debe de ser una elección, no una imposición. “Y mi pueblo habitará en morada de paz, en habitaciones seguras… ” Se lee en Isaías 31:18. Si usted es un hombre de fe (cristiano, católico, judío), crea lo anterior.
Pero insisto, es una elección, no imposición por autoridad alguna. Los motivos para estar solo y en soledad deben de estar anidados, acunados en usted, en el fondo de usted, no en su exterior. Cuatro paredes, una cama, una frazada, una silla, una mesa desvencijada, una vela, una palangana… pues sí, son eso a primera vista. Nuevo repaso: un catre, una cobija, una silla, una mesa, un lavabo. Al volverlas a deletrear, designan meros objetos del todo reconocibles en nuestra vista y memoria. Pero, si usted junta estos elementos y les da los colores pintados por un genio, Vincent Van Gogh, y los encapsula en su portentoso cuadro de “Habitación en Arles”, la frazada, la silla, la cama… ya no son más eso, simples y llanos objetos, se han transmutado en un pedazo de angustia, soledad, ansiedad, miedo, terrores nocturno… belleza. Es decir, un retrato pintado por el artista; un autorretrato en el cual no pocas veces nos vemos reflejados.
¿Hoy, al día de hoy, cómo define a su casa, a su habitación, a su residencia? Un pedazo de soledad, asfixiante y letal. O un pedazo de seguridad, un reducto de silencio y compañía. El confinamiento, el aislamiento ha sido amargo para la gran mayoría de seres humanos. Acostumbrados al ruido vocinglero de la calle, ya nadie presta atención al silencio. Cuando uno desea estar solo, se le tacha de “resentido social”. Los magos de la psicología definen a esa persona como un “introvertido”. Personalidad introvertida, dicen. Para etiquetar al humano en turno, en algún precario corsé para sujetarlo.
La soledad y el confinamiento obligado siguen haciendo estragos en todo ser humano. En algunos más, en algunos humanos menos. Pocos o nadie se ha salvado. Los objetos no son indiferentes a esta pandemia. Nuestros objetos, los más queridos y cercanos, también han “sufrido” el embate, nuestro embate diario, nuestro desgaste, nuestro humor y carácter. La soledad y el silencio son hermanos. Los han sido desde remotos tiempos. Para algunos humanos, como los escritores, son sus fieles hermanos. Para el alemán Patrick Süskind (1949, Ambach, Alemania), fueron el “leit motiv” de su obra misma. Creador de universos minúsculos, la habitación y entorno donde viven sus personajes, son escenarios asfixiantes.
ESQUINA-BAJAN
El oxímoron se cumple: universos minúsculos y sombras claras son los decorados de sus obras: “El perfume”, “El contrabajo” y La paloma”. En la segunda, un hombre, un ejecutante de contrabajo, cuenta su existencia en su pequeña habitación (es una obra de teatro). La cual comparte con su instrumento de vida y trabajo: un contrabajo, al cual no duda en definirlo como “un instrumento femenino”. Pero el cual al final de cuentas, es “un horrible instrumento”, “el contrabajo es el instrumento más monstruoso y rechoncho y menos elegante que se ha inventado jamás…”
La novela/teatro de Patrick Süskind transcurre entre cuatro paredes. Dos personajes: el ejecutante y su instrumento, el contrabajo. “La paloma” es igual de irrespirable. Un vigilante de Banco, Jonathan Noel, se siente plácido, seguro y muy a gusto, siempre y cuando esté dentro de su habitación, un departamento minúsculo y abovedado en un gris edificio ya mustio y raído por el paso del tiempo. El ejecutante de contrabajo espeta en la página 32: “Me siento solo muy a menudo, ¿sabe? Estoy casi siempre solo en casa, cuando no hay representación; pongo un par de discos y ensayo de vez en cuando, pero sin ilusión, siempre es lo mismo”.
Microcosmos singular: el intérprete, el ejecutante y su instrumento. Al cual no pocas veces quiere destruir en astillas y pedazos. El ejecutante camina por la habitación (insonorizada, como la habitación de Marcel Proust. Nada de ruidos de la calle, nada de ruidos de vecinos, nada de voces. Nada…), se tropieza con el contrabajo y grita: “¡Esto es una cruz! ¡Siempre en medio del paso el muy estúpido! ¿Puede usted decirme por qué un hombre de treinta y cinco años, o sea yo, convive con un instrumento que le estorba de modo permanente? ¿Qué sólo le estorba desde el punto de vista humano, social, espacial, sexual y musical?... un día lo mataré, un día lo mataré a golpes…” Una habitación viciada; tres, cuatro, cinco objetos de casa. Un ejecutante, su instrumento. La soledad, el silencio, la música de Schubert, los ladridos y desesperación del personaje… La asfixia.
La reflexión de Jonathan Noel, el vigilante del Banco el cual ha permanecido en su sitio de trabajo en París, “cincuenta y cinco mil horas en los escalones de mármol”, la reflexión sobre la soledad y la habitación, su departamento, es igual de lacónica, melancólica y desquiciante: “… a causa de las numerosas adquisiciones la habitación se había empequeñecido todavía más… se parecía más a un camarote de barco… en el transcurso de treinta años había conservado su cualidad esencial: era y seguía siendo la isla segura de Jonathan en un mundo inseguro…”
LETRAS MINÚSCULAS
¿No tiene motivos usted para su soledad en su residencia? Busque usted uno. La más difícil y ruinosa: enciérrese a pensar… Continuará próximo lunes.