Mad
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Con gran tristeza nos enteramos del cese de impresiones de la icónica publicación MAD, la revista que durante casi siete décadas hizo parodia y escarnio de la cultura, el espectáculo, la política y la sociedad norteamericana.
Decir que era un referente es quedarse corto. MAD era una verdadera institución, una opinión editorial con tanto peso como la de los mejores diarios y publicaciones de circulación nacional en Estados Unidos. Aunque, por supuesto, dicha opinión sería invariablemente un comentario cáustico sobre nuestra realidad.
Sus portadas inconfundibles, en las que el rostro de alguna personalidad era sustituido por el de su mascota y talismán: el chico pelirrojo y pecoso, de perforada sonrisa, Alfred E. Neuman, son sinónimo de desacralización e irreverencia.
En diferentes temporadas la revista fue reeditada para México y pese a que gracias a esto fue que la conocí un muy afortunado día de 1980, lo cierto es que una vez que se abrevaba de la fuente original, difícilmente podía uno conformarse ya con las traducciones mediocres. En Saltillo, yo podía hacerme de la edición americana original de MAD en la céntrica tabaquería La Pantera Rosa, que tenía artículos y revistas de importación; en aquellos tiempos eso era lo más cerca que estaba yo de poder salir del País.
El arte de los ilustradores de MAD siempre hizo perfecta mancuerna con sus escritores y con el criterio editorial. Al menos hasta hace algún tiempo, cuando la publicación comenzó a dar palos de ciego sin conseguir hacer blanco en el botón de la risa de las nuevas generaciones.
Desde hace unos años la marca y los contenidos habían sido asimilados por DC Cómics –es decir, Warner Bros–; comenzó a incluir publicidad en sus páginas –cosa que jamás antes se permitió, de lo que se infiere que vivía de sus ventas en quiosco y suscripciones, lo que sólo consiguen muy raras publicaciones– y hasta su emblemática oficina en el 485 de MADison Avenue, N.Y. cerró para trasladarse a California.
Durante el último par de décadas se valoraban más las reimpresiones y los números de antología. El material nuevo nunca estuvo realmente a la altura.
No es una cuestión de nostalgia necesariamente. Entiendo que MAD no pudo subsistir en un mundo en el que la catarsis de la risa se obtiene instantáneamente a través de memes que, en tiempo real, nos van dando en clave de humor la crónica de cualquier acontecimiento que suceda en el mundo. Hay que reconocer que hasta la risa en la época de las redes sociales es asunto desechable, de úsese y tírese. Y la gracejada que hoy nos hizo desternillarnos y expeler la bebida por la nariz, mañana probablemente apeste a chiste rancio.
MAD no alcanzó tampoco las cúspides de la provocación de Charlie Hebdo, su homóloga francesa que tras hacer un chiste sobre la fe musulmana fue en consecuencia objeto de un ataque terrorista en sus oficinas –en el que perdieron la vida 12 de sus colaboradores– y luego edita un número haciendo chistes sobre ese mismo evento trágico –“Charlie Hebdo. No. 1178”–.
Sin embargo, que nadie haya perecido por publicar MAD durante estos últimos 67 años no le resta ningún mérito. Su línea editorial fue muy clara, obvia y sencilla: reírse de todo y de todos, así se tratara de dioses de la pantalla chica o grande; ídolos de la música de ayer y hoy; demócratas y republicanos, en contienda o en funciones; la sociedad norteamericana en toda su candidez de la postguerra y en todo su cinismo tras la caída del Muro; la política interior y exterior; religión, medios masivos, consumismo, etcétera. Me resulta especialmente difícil encontrar algún tópico que no haya sido acribillado por la revista que está en vías de expirar.
Consuela saber que hasta sus últimos números, jamás se sojuzgó al poder. El cliente favorito de sus más recientes ediciones fue, por supuesto, el horroroso inquilino de la Casa Blanca.
Es triste perder un bastión del humorismo. Lo es sin duda. Y es que quizás no todos lo adviertan, pero contar con un medio tan desenfadado es uno de los mejores síntomas de salud que puede mostrar una sociedad.
Por desgracia, la libertad de expresión en nuestro País, en particular la que tiene que ver con el sagrado derecho a reírnos de lo que nos venga en gana, siempre ha estado muy condicionada. Por censura o autocensura, la imagen presidencial por ejemplo fue históricamente intocable, así como los héroes de la Patria o la Virgencita de Guadalupe.
Quizás los lectores más jóvenes den por sentado el derecho a hacer mofa de quienes nos mal gobiernan, porque probablemente crecieron ejerciendo este derecho, pero sería bueno que alguien les recordara que hasta hace no tanto ello era motivo de censura, bloqueo comercial, sabotaje y en una época hasta el papel de impresión lo controlaba el gobierno.
Hoy gozamos de una gran libertad gracias a la “d’esa-interné”. Los gobiernos responden actualmente las tendencias desfavorables con cibercampañas y ejércitos de bots, o de plano suprimen el intercambio de ideas como se nos dice que ocurre en China. Incluso nuestros asnos legisladores mexicanos han intentado ya cocinar alguna ley que restrinja nuestros derechos en este sentido, pero no han podido redactar algo medianamente coherente que les cuaje.
Sin embargo, el chiste instantáneo de las redes no puede sustituir el arte del monero o del humorista profesional, que explora otras capas de mayor profundidad en el análisis de cada tema.
Así que será una pena que las futuras generaciones crezcan en un mundo en el que MAD sólo sea un concepto histórico y no una corriente del pensamiento vigente, una actitud hacia la vida y un “What, me worry?” –intraducible máxima: “¡Me vale!”– bien escupido a la cara del poder.
petatiux@hotmail.com
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