Masoquismo institucionalizado
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Pasadas las fiestas del periodo coloquialmente nombrado “Guadalupe-Reyes” –aunque esté pendiente cuando esto se publica, el último capítulo– y cumplida a cabalidad por mi parte la promesa auto asumida de dejar de lado hablar sobre política para Navidad y Fin de Año, vuelvo al punto sustantivo de mis reflexiones semanales, que usted tan gentilmente, hace favor de leer. Empecemos pues a mirar el año recién nacido cargado de oportunidades, pero también de incertidumbres por dilucidar, que tenemos enfrente. Son tiempos inéditos los que nos toca vivir, con un mundo que cambia casi en un parpadeo, en el que vemos como algunas certezas de antaño se volatilizan y tenemos que buscar alternativas que nos permitan el tránsito por rutas en las que abundan las incógnitas y los desafíos. En el campo de la política estamos ante electores que con el ejercicio y también con el no ejercicio de su derecho a elegir representantes, abren la puerta a escenarios complejos y reacomodo de fuerzas en los que están privando la dificultad para el dialogo y el tendido de puentes de entendimiento, amalgama sine qua non para la política concebida como instrumento para generar bien común.
Necesitamos un gobierno que se convierta en el promotor número uno del llamado a la unidad de los mexicanos, en facilitador de inclusión y pluralismo, de soluciones políticas y democráticas acordes a un México del siglo XXI, que revierta la desafección de la ciudadanía hacia la política y viceversa. Hoy, lo expreso abiertamente, no veo que estemos caminando hacia allá. Hoy, creer en la civilización occidental, heredera de la filosofía griega, en el humanismo cristiano y en el derecho romano que sentaron las bases sobre las que se desarrollaron los pueblos con vocación democrática y se garantizan los derechos humanos, nos convierte en fascistas, en conservadores, en fifís, en inmorales, y en todo el largo etcétera con que el presidente López Obrador se refiere a quienes no comulgamos con su particularísimo modo de concebir y explicar el ejercicio del poder público. Pues no me importa y ni modo si se incomodan sus adoradores, pero no estoy dispuesta a renunciar a mis convicciones. Yo no defiendo, y lo quiero dejar muy claro, el régimen de corrupción y desvergüenza que caracteriza al sistema político mexicano, pero me resulta muy difícil creer en un presidente que como candidato tomó como bandera su lucha contra el mismo, pero en los hechos como gobernante desde hace un año, no lo he visto irse contra Enrique Peña Nieto, cabeza del sexenio más nauseabundo que ha padecido nuestro país; lo que si hemos constatado es como ha “liberado” a la “maistra” Gordillo de toda responsabilidad - nomás le falta hacerle un homenaje público y declararla ejemplo de probidad a emular – a través del control férreo a los impartidores de justicia, y como ha protegido a ultranza al cínico de Manuel Bartlett y le ha dado manga ancha a Napoleón Gómez Urrutia para la erección de un sindicalismo paralelo, ad hoc a sus intereses de gobierno “diferente”… Por poner tres ejemplos de su incongruencia brutal.
Y tampoco me llena un gobierno que exprime económicamente a una ciudadanía cautiva condenándola a mantener - igual que todos los gobiernos populistas – a millones de mexicanos sin oficio ni beneficio, porque es más fácil cargarle el lastre a quienes si trabajan y pagan religiosamente sus impuestos, que abocarse a la generación de condiciones para que ninis y mantenidos de por vida, dejen de serlo y se conviertan en hombres y mujeres autosuficientes. Y es que la autosuficiencia es la antesala de la libertad. ¿Cuál transformación? Es lo de siempre, lo mismo con lo que han condenado al país a no ser un polo de desarrollo y bienestar generalizado, que le sirvió al PRI para mantenerse en la silla por 70 años consecutivos de manera hegemónica, con doce años de alternancia panista, a la que le faltaron agallas para empezar el desahucio de semejante régimen de porquería. Tan nos faltaron que volvió el PRI a engatusar a los mexicanos, y tan nos faltaron, que pudo un manipulador innato convertirse en presidente de la República. Hoy regresamos al pasado más abyecto. Estamos viendo el fortalecimiento de un presidencialismo despreciable que ha sido causante directo de este envilecimiento de la política, de la debilidad de las instituciones que hacen fuerte a una nación en la que la discrecionalidad y no el orden jurídico, es lo que impera; y de esta infausta desconfianza en los gobiernos que tenemos, sean del color que sean. Me rebela, se lo comparto, estimado leyente, tener un Poder Legislativo que sigue sin entender cuáles son sus funciones y acepta su papel de esbirro del Poder Ejecutivo, y en eso hay una responsabilidad inobjetable de quienes lo siguen alimentando: los electores.
Hemos sido un país surrealista para muchas cosas, pero lo de hoy es el acabose: haber puesto a México en manos de un hombre que lo fractura y lo divide todos los días con su cerrazón, con su arrogancia, con su ineficiencia…no tiene nombre. ¿Por qué ese empeño enfermizo de volver a lo de siempre? ¿De no abandonar la ciénega en la que ya sabemos que se pudre y muere cuanto cae en ella? ¿De verdad no hay para dónde hacerse? (Continuará)