Memorias del pasado
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Al despuntar el siglo pasado Saltillo tenía un poco más de 23 mil habitantes. Gobernaba Coahuila el señor licenciado don Miguel Cárdenas, hombre que pese a los males inherentes al porfirismo cumplió una obra elogiable en bien del Estado. Lo gobernó largo tiempo, casi quince años, desde 1894 hasta 1909, sin que interrumpieran casi su mandato los breves interinatos que cumplía su amigo don Francisco Arizpe y Ramos sólo para dar lugar a otra elección de don Miguel.
Tenía este señor un hijo sacerdote, jesuita él, que en las breves visitas que hacía a la casa paterna se preocupaba por la frivolidad de su hermana, quien por su edad vivía de fiesta siempre, en saraos y tertulias. “Memento mori” -Recuerda que has de morir-, escribía el sacerdote a su hermana en el espejo en el que se miraría al arreglarse para ir al baile. Y también “Vanitas vanitatum”, Vanidad de vanidades. Surtieron efecto los letreros tales, de modo que un buen día la hermosa muchacha renunció al mundo con todas sus pompas y placeres y fue a profesar en un convento de Europa, en el que murió después de una ejemplar vida de buena religiosa.
El autor de estas líneas –o sea yo- tiene la fortuna de poseer un precioso retrato salido del pincel de Antonio Costilla. Era don Antonio el pintor oficial del Gobierno, y a él le encargaban hacer los retratos de los personajes que con solemnidad y tiesura debían presidir los salones oficiales. Así, esos cuadros de Costilla tienen la fría artificiosidad de las obras hechas por encargo. No así la obra que de él tiene el Cronista. Es el retrato -hermoso retrato lleno de color, calor y vida- de una humilde muchacha en cuyos rasgos se advierten los de la más pura raza tlaxcalteca. La tradición que rodea a esa hermosa pintura dice que la modelo se llama Chole, y que era criada en casa de don Miguel Cárdenas.
A este ilustre gobernante debió Saltillo beneficios de mucha consideración. El más importante de ellos fue la construcción del hermoso edificio de la Benemérita Escuela Normal del Estado, magna obra que don Miguel encomendó al ingeniero don Teodoro S. Abbott, quien por su notable obra mereció también el bien de la ciudad, hasta el punto en que una céntrica calle lleva su nombre.
Mucho había progresado Saltillo en ese tiempo. El viejo alumbrado de gas fue substituido por flamantes lámparas eléctricas, que iluminaban ya las calles de la ciudad desde 1891, mismo año en que comenzó a funcionar en la ciudad el primer sistema de transporte público, un tranvía de mulitas.
En 1900 Saltillo empezó a contar con servicio permanente de agua. Pobre Rosita Alvirez: su prematura muerte, acaecida ese mismo año, le impidió gozar plenamente de tan útil servicio. Pero no hay nada nuevo bajo el sol: en ese remoto año escaseaba ya el agua en la ciudad, cosa increíble. El providente alcalde de la ciudad, don Juan Cabello y Siller, hubo de rogar a don Antonio Narro que de su hacienda Buenavista cediese algunos caudales a fin de ayudar a satisfacer las necesidades de la población. De buen grado lo hizo don Antonio, pero ni así se resolvió el problema.