Mirador 14/03/2016
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Rodea a mi ciudad un cerco de altos montes que la ciñen como los brazos del amante a la mujer amada.
Al oriente está la sierra llamada de Zapalinamé en memoria del caudillo de aquellos “bravos bárbaros gallardos” que —dijo el antiguo coronista— se acabaron, pero no se rindieron.
En la parte del ocaso se levanta el emblemático Cerro del Pueblo, nombrado así, dicen los pícaros, porque más de la mitad del pueblo fue engendrado ahí tras de la tentadora invitación: “Ven, mi vida. Vamos a ver las lucecitas de Saltillo desde el Cerro del Pueblo”.
Siempre las montañas orientales se cubren de nieve en los inviernos crudos. No recuerdo, sin embargo, haber visto nevados los cerros de occidente. Este año la blancura de la nieve abarcó toda la rosa de los vientos.
Ignoro si está cambiando el clima o si la naturaleza está perfeccionando su arte. Y no pregunto. Me limito a disfrutar esta belleza. A la belleza no se le pregunta nada. Ella es la respuesta a todas las preguntas.
¡Hasta mañana!...