Mirador 22-02-2016
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Jean Cusset, ateo siempre con excepción de la primera vez que vio sonreír a su hijo, dio un nuevo sorbo a su martini —con dos aceitunas, como siempre— y continuó:
—Yo amo las oraciones que aprendí de mi abuela y de mi madre: el dulce Angelus que pintó Millet y el angustioso clamor esperanzado de la Salve Regina medieval. Amo el Credo tridentino, tan rotundo. Y amo las ingenuas oraciones que salían de boca de mi vieja nodriza campesina, asustada por las cosas que no entendía y más asustada aún por las que conseguía entender:
“Enemigos veo venid, sangre de mis venas quieren, yo no se las quiero dar, ¡Alabado sea el Santísimo Sacramento del altar!”.
—Amo esas oraciones —siguió diciendo Jean Cusset— porque las aprendí de gentes que creían y en las que creo yo. Las recito de pronto, y en cualquier parte. A veces hasta en un templo, porque hasta en un templo se puede rezar.
Así dijo Jean Cusset con esa suave sonrisa que unos dicen puso en su rostro la sabiduría, pero que él atribuye a un martini adecuadamente preparado, con dos aceitunas, como siempre.
¡Hasta mañana!...