Música, divina herejía
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Los dioses habitan allí donde los argumentos de la razón humana están ausentes; y allá donde las causas se ocultan de la luz de la inteligencia, se construyen los mitos. Toda cultura posee cuentos ancestrales que narran los orígenes de lo insondable o que justifican la existencia de lo arcano: los fenómenos meteorológicos, los movimientos astronómicos, los ciclos estacionales, la guerra, el amor o la muerte.
La música se enumera entre los grandes misterios. Su presencia en el devenir humano se remonta a un pasado inmemorial, y su influjo en el alma es tan potente y enigmático que incontables culturas la han relacionado con la divinidad, la mística, el mito, o la religión.
En el panteón griego, el flechador Apolo era un numen musical, y también lo eran algunas de sus hijas, las musas, en particular Euterpe. Pan se recreaba en los bosques tocando la siringa. Orfeo, el semidiós, poseía los secretos del encantamiento por medio la música; tan melodiosos eran sus cantos y tañidos que con ellos rindió a las deidades ctónicas —aquellas que habitan el inframundo (Carón, Hades, Perséfone)— para rescatar de la muerte a su bella Eurídice. Las sirenas, seres voladores con rostro de mujer y cuerpo de ave, eran dueñas de un canto tan hipnótico que los marineros que las escuchaban se precipitaban al mar privados de la razón.
Según el libro más antiguo de la tradición abrahámica —el Pentateuco cristiano, o Torá para los judíos— el oficio de la música se practicaba, por lo menos, desde la séptima generación descendiente de Adán: “Su hermano se llamaba Yubal, padre de cuantos tocan la cítara y la flauta” (Gn 4:21). De hecho, en el capítulo cuarto del Génesis, donde se enumera la estirpe adánica, las únicas actividades humanas que se mencionan son la ganadería, la agricultura, la forja y la música. Las tres primeras de patente utilidad para la sociedad, en contraste con la música, cuya utilidad directa resulta difícil de determinar. De cualquier manera, para la tradición judeocristiana la música ha sido un recurso capital, no solo para hermosear la alabanza, sino como medio de comunicación con el Creador, o bien, como alegoría del orden cósmico y humano, de lo supralunar y lo sublunar. Por otra parte también ha sido señalada, en esa tradición, como elemento distractor del culto, agitadora del espíritu o alborotadora de la carne.
En el Valhalla, palacio y fortaleza de los dioses nórdicos, Bragi escanciaba el vino en las copas de los visitantes, pero, además de reconfortarles el espíritu con la bebida, lo hacía con la música, que iba siempre ligada a la poesía. Así pues, en la casa de Odín, Thor, y Heimdall, vivía también la música.
Fu xi, verdadero Prometeo chino de cabeza humana y cuerpo de dragón, fue artífice de múltiples prodigios. Regaló el fuego a los hombres, inventó el matrimonio y las redes para pescar. Pero Fu xi, hijo del Trueno fue aún más pródigo que el Prometeo griego, pues también regaló la música a los hombres y construyó, a partir de un árbol bendecido por el canto del fénix, el guqin, instrumento definitivo para la historia musical china.
Actualmente, las investigaciones sobre la presencia de la música en nuestra especie, así como las disertaciones que buscan dilucidar su papel en nuestra historia evolutiva, pueblan numerosas páginas. Hoy sabemos que la música no es un invento, sino una intuición; que llevamos impreso en el código genético un destino musical.
La música es, para seguir en sintonía con el relato mítico, un regalo de Natura, el cual se manifiesta en forma de anhelo atávico por moldear los sonidos. No podemos datar el momento en que el obsequio llegó a nosotros, pues este se pierde en un pasado que va más allá del origen del hombre. La música es consustancial al ser humano, y su misteriosa e insondable presencia la rodea de un aura mística. Tal vez por eso la hemos llamado diosa, hechicera, sublime, incitadora, lengua de los dioses, sanadora, catártica, agitadora, hereje y divina.