Música, ¿qué tanto dices?
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Se ha afirmado que la música “es el lenguaje universal” y que “dice más que mil palabras”. ¿Las expresiones son válidas fuera de la metáfora?
Un lenguaje es, en esencia, un sistema de signos que permiten la comunicación. Para determinar el potencial lingüístico de la música, sería preciso evaluar su eficacia y especificidad a la hora de codificar un mensaje.
Una estratagema básica que los compositores utilizan para transmitir información concreta es la onomatopeya. En el primer movimiento de La Primavera, Antonio Vivaldi nos sugiere el canto de los pajarillos a través del trinar de violines. En el segundo movimiento, las violas atacan, periódicamente, dos notas con especial bravura: il cane che grida (el perro que ladra), escribió Vivaldi. Louis Claude Daquin, en Le cou-cou (El cucú), ilustra con obstinados intervalos de tercera descendente el canto del ave. Otro ejemplo: Tres pizzicatti en el registro grave de las cuerdas imitan los rebotes de la cabeza guillotinada de Berlioz en su Sinfonía Fantástica.
Por lo general, las onomatopeyas musicales se revelan como tales hasta que tomamos en cuenta el título, el contexto, el texto, o hasta que echamos un vistazo a la partitura. Es decir, casi siempre hace falta más información que los puros sonidos para saber que en Vivaldi hay perro encerrado.
A la música se le atribuyen poderes de descripción y representación. Claude Debussy solía hacer explícitas, a través de los títulos, sus pretensiones descriptivas: “Jardines bajo la Lluvia”, por ejemplo. Para evocar la imagen se vale de movimientos melódicos, texturas tímbricas, ritmos, intensidades, etc. Pero la evocación tiene lugar en cuanto el título se ha revelado. ¿Es posible que alguien que no conoce el nombre de la obra exclame al final del recital “¡Vaya manera de describir la lluvia en los jardines!”? Lo dudo. Sería tan absurdo como pedirle al público que detallase (sin texto de soporte) la historia de Peléas y Melisande después de haber escuchado la obra homónima de Schönberg.
Por otra parte, un lenguaje preciso permite la traducción. Die Ideale de Franz Liszt es un poema sinfónico. La música es capaz de evocar en el oyente la atmósfera emotiva o reflexiva que el texto de Schiller provocó en Liszt (o bien, la que quiere provocarnos), pero no puede traducir en sonidos lo equivalente a “Se apagaron los soles placenteros que alumbraron mi senda juvenil”.
Dejé para el final la emotividad, pues allí radica el quid del asunto. Un mensaje puede tener como consecuencia una emoción en el receptor, pero la consecuencia no “es” el mensaje. La música no precisa de referencias concretas para conducirnos a perímetros emocionales determinados: no dice nada en específico; es significante y objeto de referencia a la vez; la música “habla” de sí misma; y es capaz de excitar al sistema límbico sin decir “Mi sed, mi ansia sin límite, mi camino indeciso”.
Que la música dice más que mil palabras es romántica metáfora. Y si ella funcionara como sistema lingüístico de alta precisión, aprovecharíamos su universalidad: enseñaríamos el solfeo a filósofos y a escritores; así podríamos conocer la “Doctrina trascendental de los elementos” escuchando la Sinfonía No. 2, Op. 11 en mi menor “Crítica de la razón pura”, de Immanuel Kant.