(No) se vale soñar
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Hace muchos años, tres hermanos de mi madre migraron a los Estados Unidos de América en busca de mejores oportunidades para sus familias. Primero fue mi tía Velia Durán, hermana de mi madre, que migró junto mi tío Ignacio Martínez y sus hijos (mis primos hermanos) al estado de Indiana. Años más tarde, mis tíos Gerardo y Raúl Javier lo hicieron a los estados de Illinois y Texas, respectivamente.
Eran los tiempos en que los Estados Unidos tenían una cierta reputación de tolerancia excepcional para abrazar migrantes que buscaban el sueño americano, –inicialmente–concebido por Thomas Jefferson como el derecho de cada ciudadano a la búsqueda de la vida, la libertad y la felicidad.
Esa libertad por la que migraron los primeros pobladores, pues en sus países de origen habían sido perseguidos por sus opiniones religiosas y políticas. Las malas condiciones de vida en Europa y la esperanza de mejores niveles de vida en América atrajeron a más y más colonos a emigrar al nuevo mundo. La floreciente industria estadounidense durante la primera mitad del Siglo 20 causó el mito del “sueño americano”.
Una frase inventada durante la Gran Depresión y que proviene del popular libro de 1931 “The Epic of America”, del historiador James Truslow Adams, que lo definió como “ese sueño de una tierra en la que la vida debería ser mejor y más rica y plena para todos”. La idea de que cualquier persona podía ir a lo que ellos suelen llamar “América”, sin importar su estatus migratorio de entrada. Era la “tierra prometida” y a principios del siglo pasado, y luego después de la segunda guerra mundial, oleadas de gente de todo el mundo llegaban acompañadas de sus familias.
En las décadas que siguieron el sueño se convirtió en una realidad. Se valía soñar y lo hicieron. Fue entonces que, gracias a un crecimiento económico rápido y ampliamente compartido, en donde el trabajo de los migrantes fue decisivo, se permitió que casi todos los niños crecieran para alcanzar la definición más básica de una vida mejor: ganar más dinero y disfrutar de niveles de vida más altos que los de sus padres.
No se trataba de un sueño con resultados garantizados, por supuesto, sino la búsqueda de oportunidades. En parte debido al espíritu emprendedor y al trabajo duro. Eso fue lo que motivó que millones de migrantes, muchos de ellos mexicanos, decidieran tomar el riesgo de dejar su patria para buscar en los Estados Unidos las oportunidades que no encontraban aquí.
Muchos de ellos llegaron con sus hijos que aún siendo niños sólo conocieron como su forma de vida el vivir en ese país. Pero al final, su estatus migratorio era ilegal. Así surgió el DACA, por sus siglas en inglés “Deferred Action for Childhood Arrivals” o “Acción Diferida para los Llegados en la Infancia”. Con este permiso provisional ciertos inmigrantes indocumentados recibieron una suspensión renovable de dos años de la deportación y una autorización legal de trabajo, un hecho con lo que algunos encontraron un empleo en compañías globales, mientras que otros lograron entrar a las mejores universidades de ese país.
Y es que se valía soñar y algunos soñaron tanto que incluso eligieron poner en riesgo sus vidas y sirvieron en sus fuerzas armadas creyendo que sus contribuciones extraordinarias los llevarían a alcanzar lo que solía ser el “sueño americano”.
Los “dreamers”, como se ha conocido a quienes estaban en el programa DACA, son americanos en todos los sentidos, con la excepción de su estatus migratorio, pero para ellos todo acabó el pasado martes 5 de septiembre. El Presidente Donald Trump les mandó decir que “los ama” pero que llegó la hora de irse. Se trata de un acto de tal malicia que pone en riesgo el futuro de 800,000 jóvenes, una pérdida terrible para estos jóvenes y sus familias que terminarán separadas.
Hay quienes dicen que la forma en que se trata a los jóvenes es un reflejo de quién se es como país. Viendo el sufrimiento y la ansiedad en los rostros de los “dreamers”, la falta de compasión de Trump, la idea que tiene de la inmigración, pero en especial de México y de los mexicanos, podríamos decir que ese sueño americano se ha convertido en una pesadilla apocalíptica. Así que para los “dreamers” llegó la hora de despertar porque, lamentablemente, el sueño terminó.
@marcosduranf