Noche de muertos
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Aquella mañana de noviembre, en el lejano 1987, la luz que caía sobre el Lago de Pátzcuaro resultaba intensa. Sobre él se estrellaba el sol y arrojaba, de este encuentro, maravillosos destellos que herían los ojos.
La lancha se dirigía a Janitzio, Michoacán, para asistir a la Noche de Muertos del día dos. Dentro de ella se arremolinaba una decena de personas que pasarían todo el día en la isla y disfrutaban de la frescura de la mañana, y percibían, con los sentidos vivos, el profundo olor de sal y la humedad de la tierra que acababan de dejar. Al aproximarnos a Janitzio, el viento trajo otro aroma, uno penetrante, el del charal frito. Y con él, el canto de los purépechas ofreciendo: “Hay, charal, charal, charales fritos…”.
Las manos prontas para ofrecer al visitante que recién desciende de la lancha y las manos de este, prontas también para tomar una de esas pequeñas muestras de animalitos, que con sus ojos negros, bien abiertos, parecieran seguir vivos y devastándonos momentáneamente con una mirada de profunda sorpresa. Saborearlos, una delicia que se sumará a la del ascenso por la isla.
Aquí, una incesante hilera de puestos que ofrece la más delicada y pulcra indumentaria salida de la creatividad de los habitantes de Janitzio. Bordados que parecen hechos a máquina por lo que a simple vista se observan uniformes. Pero resulta no ser así. Es tal la perfección en cada puntada, cada bordado, cada fulgurante color impreso en la manta, que las piezas se vuelven únicas. Nunca igual una a la otra, y en ellas queda inscrito el trazo de la personalidad de sus costureras.
Janitzio ve con curiosidad la curiosidad de los turistas. Y hasta con cierta simpatía. Los turistas se maravillan ante todo cuanto a su alrededor encuentran: la vida cotidiana de esas niñas que atraviesan descalzas por las embrolladas calles; la venta, tan llena de gritos alegres; el fatigoso ascenso a la impresionante figura escultórica del Morelos que preside la isla.
Pero al llegar la noche, los purépechas se olvidan de los visitantes que observan con atención y un cada vez más vivo asombro. Es la jornada de celebración en el cementerio. Arrecia profundamente el frío. La tarde da muestras de traer el viento fresco, pero en la noche, aquello se ha ido tornando helado. Hizo bien el paseante al decidirse por comprar una o varias mantas puestas en venta a lo largo de la calle principal. Además de hermosas, abrigadoras lo suficiente para resistir la jornada.
Centenares de veladoras han sido encendidas y cubren, como en un manto, la enorme hondonada en donde está ubicado el cementerio. Los cantos de los purépechas llegan al alma. De las profundidades de su corazón, llaman a sus muertos. A ellos les han dispuesto los alimentos preferidos; a ellos, su mejor comida, sus mejores barros, sus objetos más preciados.
Se eleva ahora, por sobre todos, el aroma de la flor de cempasúchil. No es únicamente su fragante olor que inunda la atmósfera: también el color oro de sus pétalos sobresale en el cementerio. Junto a las veladoras, componen un tapiz que ilumina la cerrada noche. La larga y profunda noche en que los vivos han de convivir con los muertos, en el feliz retorno de estos últimos a su antigua morada.
Difícil para una habitante del septentrión, como quien esto escribe, acercarse a esta palpable demostración de fe. De esos años a la fecha, Saltillo, como en el resto del País, importó, si se quiere llamar así, una parte de este festejo. La primera acción, a finales de los ochenta, principios de los noventa, fue organizar concursos de Altares de Muertos. La tradición de estos concursos y el establecimiento de altares ha tomado forma, quizá se haya consolidado. Bien para quienes con ello buscan preservar tradición y costumbre del sur de nuestro encantador, nuestro fantástico País.
Observar la forma en que en el sur eso adquiere un sentido mágico, espectacular en su enorme sencillez, hace participar en una tradición cargada de simbolismos y dueña de una dulce y entrañable relación de la vida con la muerte. Extraña, pero fascinante.