Nostalgias de cine
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No sé por qué la palabra “estío” me suena más a otoño que a verano. Digamos que el estío es el verano que se va. Los árboles, cansados de dar sombra, empiezan a dejar caer sus hojas. Ensayan para el otoño, cuando la caída de las hojas es poéticamente obligatoria.
Acabo de ver por cuarta o quinta vez –cine en pantuflas- una hermosa película. Se llama “Varano del 42”, y la dirigió Robert Mulligan. De origen irlandés, hijo de un policía neoyorquino -todos los policías de Nueva York eran irlandeses-, Mulligan iba a ser sacerdote católico -casi todos los sacerdotes católicos de Nueva York son irlandeses- pero sus estudios en el seminario fueron interrumpidos por la Segunda Guerra. Cuando regresó buscó nuevos caminos. Empezó a trabajar como office boy en la CBS, y luego logró colarse en los estudios. Dirigió pequeños dramas para la televisión, que lo llevaron a hacer cine. En 1962 dirigió “Matar un ruiseñor”, que le valió un Oscar a Gregory Peck.
“Verano del 42” es una película de nostalgia, género del cual era maestro Mulligan. Su estilo es chejoviano: en sus películas parece que no está pasando nada cuando en verdad están ocurriendo muchas cosas. Es intimista, cuidadoso de los detalles, y sus ambientaciones son perfectas. Suele dar mucha importancia a la música de sus películas. La hermosa partitura que escribió Michel Legrand para “Verano del 42” ganó también el Oscar.
Esta película consagró como actriz a Jennifer O’Neill, dueña de uno de los más bellos rostros que tuvo la pantalla en los setentas. En su adolescencia fue campeona de equitación, y luego modelo muy bien cotizada. Al declinar su belleza declinó también su carrera cinematográfica. Incursionó en la televisión, pero se retiró cuando su galán en la serie “Cover-Up” se mató accidentalmente en el estudio al dispararse una pistola en la cual alguien dejó un cartucho útil junto con otros de salva.
“Verano del 42” narra la historia de tres adolescentes cuyas familias pasan cada año las vacaciones en una isla costera de New England. Hay ahí una joven recién casada que disfruta con su esposo los últimos días de permiso de éste antes de ir a la guerra, la Segunda Guerra Mundial. Uno de los chicos hace amistad con ella, y por ella el muchachito nace al amor. Hay en el film soberbias actuaciones; hay comedia y tragedia. Hay, sobre todo, nostalgia de aquellos días en que Estados Unidos, igual que los adolescentes de la isla, perdía sin saberlo su inocencia.
La película está basada en una novela de Herman Raucher. Su mensaje es el del Eclesiastés: los días son fugitivos; se van sin que nos demos cuenta. La vida es una continua renunciación. “Life is made up of small comings and goings, and for everything we take with us, there is something that we leave behind”. “La vida está hecha de pequeños ires y venires, y por cada cosa que queda con nosotros hay algo que se va”. Con más claridad y con mayor tristeza decía lo mismo la tía Conchita, hermana de mi padre. Ella, anciana ya, suspiraba pesarosa y me decía: “Armandito: al final nomás los recuerdos quedan”.