Paisajes
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Habían transcurrido ya ocho meses sin llover en la Sierra de Arteaga. Las cosechas de trigo y de maíz se habían agotado, y los animales morían por la sed.
Mi inolvidable tío Alberto llevó a su rancho a monseñor Torres Hurtado. Y en la pequeña capilla don Felipe les predicó a los campesinos.
-Dios no les manda la lluvia porque ustedes no le saben pedir. A Dios hay que gritarle a veces, para que nos escuche.
Y uniendo la acción a la palabra monseñor alzó la vista al cielo, y gritó con sonorosa voz:
-¡Señor! ¿Qué no ves que nos estamos muriendo de sed? ¿No ves la tierra seca, y la pobreza en nuestras casas, y el hambre de nuestros hijos? ¡Ya mándanos la lluvia, Señor, no seas tan cruel!
Esa tarde, cuando monseñor se regresó a Saltillo, unas pequeñas nubes aparecieron en el cielo. Y esa noche cayó una tormenta como jamás se había visto en la región. El agua de la tremenda lluvia, convertida en torrente, se llevó los caminos; no quedó seña de las labores; se ahogaron muchos animales; se cayeron varias casas.
Cuando años después volvió a haber sequía mi tío les ofreció a los campesinos llevarles otra vez un sacerdote.
-Cómo no, don Alberto -le dijeron- Nomás que no sea el mismo de la vez pasada, porque ése reza muy juerte.
Por estos días el clima está bien loco. Febrero y marzo fueron una sucesión de veleidades. Hace unos días brillaba el sol en el Potrero. Nuestro pequeño huerto parecía un paisaje pintado por Hokusai. Todos los árboles de durazno habían florecido a la vez. Sus flores eran de un color increíble, un leve rosa que no está en el espectro de Newton ni en el arcoiris.
Yo vi aquel huerto, y el que llevo en mi interior floreció también con flores de felicidad. Volví a la ciudad con el corazón pintado del mismo color que tenían los árboles de durazno florecidos.
Aquella misma noche heló en el rancho. Las flores murieron en las ramas, que quedaron desnudas o mostrando los yertos cadáveres de la belleza.
Ganas me dieron de maldecir por la muerte de las flores, por la pérdida del esperado fruto.
Pero el señor que cuida la huerta, don Abundio, adivinó la rabia en mis ojos y me dijo con tono admonitorio:
-Lo hace quien puede, licenciado.
Es cierto. Y Aquél que puede, y que quita los frutos de la materia para dar otros pertenecientes al espíritu, hará una nueva primavera. Entonces los árboles vestirán sus ramas otra vez, y las hojas tendrán el eterno color de la esperanza.