Pascuala, la inmortal
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Al principio fue Pascuala. La portadora de un nombre huérfano de eufonía, incapaz de sostenerse por sí mismo, incluso si se le intenta explicar con la historia del individuo responsable de su inmortalidad: un pastor de ovejas del siglo 16 que, trasmutado en franciscano, alcanzó la santidad y en reconocimiento a su amor por la eucaristía fue designado patrono de los Congresos Eucarísticos y de las Cofradías del Santísimo Sacramento.
Nació la primera de su familia, un 17 de mayo, en un caserío de la sierra del Istmo de Tehuantepec. En la región y la época, la tradición ordenaba imponer a todo recién llegado “el nombre que trajera el calendario”.
La onomástica subordinaba las reglas del registro civil sin importar que la potencia de la acepción masculina del nombre se perdiera al agregar la última vocal necesaria para feminizarlo. No importaba que esa “a” del final lo volviera incluso chocante, difícil de digerir, intolerable como acompañante perenne, como signo distintivo de la personalidad, como rasgo fundamental de la identidad propia.
La fuerza de las costumbres, sin embargo, no alcanza para generar aceptación; no logra eclipsar la soterrada incomodidad que produce la verbalización de un nombre desprovisto de tersura y lustre. Y eso va alimentando la aspiración por desembarazarse del apelativo incómodo, imposible de portarse con orgullo.
Ni siquiera el amor fue capaz de volverlo aceptable y por ello, 20 años después, ocurrió la metamorfosis: muy lejos del hogar que la vio nacer, Pascuala habría de ser rebautizada merced a un acto de voluntad pura: “de aquí en más te llamarás Patricia”, resolvió Andrés, quien se convertiría luego en el padre de sus tres hijos.
Y entonces fue Patricia.
El encuentro improbable
Como todos los pactos de amor entre dos a quienes no une la sangre, el de Pascuala y Andrés fue producto de un accidente geográfico. Ambos recorrieron miles de kilómetros antes de encontrarse.
La travesía de ella inició en la zona rural del istmo que impide el encuentro del Golfo de México y el Océano Pacífico. Transcurrió luego por Coatzacoalcos, la Ciudad de México, Guadalajara… La de él inició en Aquiles Serdán, un pequeño pueblo del centro de Chihuahua, cercano a la capital de Estado, para proseguir, muy poco después de su nacimiento, en Ciudad Juárez donde transcurrió su infancia y adolescencia. No está clara la ruta que siguió para llegar a La Paz, Baja California Sur, donde el destino tenía planeado que su camino se cruzara con el de la menuda mujer, de fuertes rasgos indígenas, que sería su pareja por 12 años.
Ella apenas levantaba un metro con 55 desde el suelo. Él, en cambio, era un gigantón de casi 1.90. Ella heredó la piel cobriza de su padre, descendiente de un linaje de indígenas que en algún momento emparentaron con mestizos de ascendencia árabe, de quienes tomaron el apellido Sibaja; él vestía una impecable piel caucásica y sólo le hacían falta los ojos de color para pasar por alemán, inglés o escandinavo. Ella era menuda y al verla era inevitable clasificarla en el apartado de la fragilidad, él era un toro charoláis cuyo sobrepeso lograba disimular la estatura.
Una pareja improbable, coincidiendo en un lugar improbable, que escribirían a cuatro manos, a partir de su encuentro improbable, una historia improbable.
Sólo una cosa les era común en aquel momento: su adscripción a una suerte de rito esotérico cuyos integrantes se hacían llamar “libre pensadores”.
Un segundo renacimiento
Una mujer primero y después dos hombres. Así les llegaron los hijos. Y las actas de nacimiento de los tres dan testimonio de la vocación por abandonar el nombre primigenio: en ellas se asientan los datos de identidad de los descendientes de Patricia y Andrés.
Antes de nacer los hijos habían emprendido la marcha nuevamente y tras breves escalas recalaron en Piedras Negras. Luego un día, cuando el menor apenas cumplía medio año de vida, treparon al tren y marcharon al sur. Oaxaca primero y Chiapas al final. Allí habrían de separarse sus caminos definitiva e irreversiblemente.
Los hijos heredaron el espíritu nómada -o tenían necesidad de ir a buscar el ombligo, como le gustaba decir a ella- y en cuanto pudieron emprendieron el camino de vuelta al norte, a la frontera. Una visita de ella fue aprovechada para cerrar el ciclo de la metamorfosis.
Un juicio civil, a medio camino entre la chapuza y la justicia, dotó de fuerza legal al acto voluntarista de Andrés y la hizo volver a nacer en Acuña, a casi dos mil kilómetros del lugar original, un verano de mediados de los años 90.
El nacimiento de Patricia, sin embargo, no implicó la muerte de su predecesora. La primogénita de Agustín y Juliana sigue allí, en la partida de nacimiento que resguarda uno de los libros del Registro Civil de Matías Romero, Oaxaca. La obediencia al calendario permanece intocada. Nada pudo contra ella la determinación de Andrés que, en una suerte de incompleto anagrama, reordenó/transformó las cinco letras intermedias del nombre para crear una identidad nueva.
Pascuala fue la primera hija que le surgió del vientre a doña Juliana, mi abuela.
Patricia, la mujer en la que transmutó, fue mi madre.
A Patricia se le agotaron los alientos dos semanas antes de cumplir 76 y un acta de defunción, en el Registro Civil de Coahuila, da testimonio de ello. Pascuala, en cambio, vivirá por siempre porque fue condenada por mi padre a no morir.
Carlos Alberto Arredondo
PERIODISTA(Piedras Negras, Coah.)
Ingeniero Industrial (UAdeC), Abogado (UVM) y máster en administración y alta dirección (Universidad Iberoamericana). Tiene estudios terminados de maestría en Derecho, con acentuación en derechos humanos. Ha laborado por tres décadas en distintos medios de comunicación impresos y electrónicos realizando tareas como reportero, corresponsal, conductor y editor. Se ha desempeñado también como funcionario público y académico. Colabora con VanguardiaMX desde el año 2001 y actualmente se dedica de tiempo completo al periodismo.