Patrimonialismo: añejo vicio del sector público
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Uno de los peores rasgos en el ejercicio del poder en México lo representa la cultura patrimonialista de quienes acceden a la parte alta de la estructura gubernamental. Para buena parte de nuestros gobernantes, el mandato popular no constituye un privilegio y una responsabilidad, sino solamente la posibilidad de imponer sus reglas personales, su “estilo personal de gobernar”, como diría el extinto Daniel Cosío Villegas.
Se trata de un vicio añejo que representa, para todo efecto práctico, una de las reminiscencias de la época en la cual el poder se concentraba de forma absoluta en un sólo individuo —el rey— y todo mundo debía someterse a sus designios porque su poder tenía origen divino.
De acuerdo con las actuales normas que rigen la actividad pública, el despotismo tendría que ser sólo un mal recuerdo, pues quienes gobiernan se encuentran sujetos a una serie de reglas y deben cumplir con determinadas obligaciones que implican un comportamiento democrático.
Lejos de tal posibilidad, sin embargo, los ciudadanos somos testigos permanentes de una conducta caracterizada por la arbitrariedad y la más amplia discrecionalidad por parte de quienes ostentan los puestos de la parte alta de la pirámide burocrática.
Las traducciones que en la vida cotidiana tiene tal vocación de nuestros servidores públicos son múltiples. Una de ellas es la de ejercer el presupuesto gubernamental como si de las finanzas personales se tratara.
Un buen ejemplo de esta realidad es el reporte periodístico que publicamos en esta edición, relativo al “embargo” de que fue objeto el Ayuntamiento de San Juan de Sabinas debido a la negativa de sus funcionarios de liquidar un viejo adeudo con un contratista.
De acuerdo con la información difundida ayer, una empresa que realizó trabajos para el Gobierno Municipal entre 2008 y 2009 no recibió el pago correspondiente y se vio obligada por ello a recurrir a la justicia para que se le ordenara al Ayuntamiento pagar.
Lo ocurrido ayer —el “embargo” de la camioneta que tiene asignada el Alcalde— denota que, pese a la sentencia emitida por un juzgado civil, la actual administración municipal se negó a pagar el adeudo y eso seguramente se debió a un razonamiento clásico: si la deuda no fue contraída por las actuales autoridades, no existe obligación de pagarla.
Y es que en nuestro País existe una arraigada creencia en el sentido de que los acuerdos realizados —por particulares o empresas— con los gobiernos se entienden como realizados entre aquellos y quienes encabezan las instituciones públicas, de tal suerte que son los individuos quienes deben responder por los efectos de tales acuerdos.
Sería de esperarse que episodios como el ocurrido ayer en Nueva Rosita, cuando el Presidente Municipal fue “sorprendido” con una orden judicial que le obligó a entregar el vehículo oficial que tiene asignado, sirvieran para ir abandonando la cultura patrimonialista que caracteriza al servicio público.