Pedir perdón: un gesto insuficiente
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Durante el cuarto día de la visita pastoral que realiza por México, el Papa Francisco afirmó ayer en Chiapas que, frente a la realidad que viven los pueblos indígenas, a todos nos vendría bien hacer un examen de conciencia y aprender a pedir perdón.
Se trata de una afirmación categórica en contra de la cual poco puede argumentarse. La realidad de los pueblos originarios de México —igual que los pueblos originarios de todo el continente— evidencia cotidianamente la deuda histórica que tenemos con ellos.
No le falta razón pues, al Pontífice cuando plantea la necesidad de voltear a ver a los herederos de los pueblos que eran dueños de estas tierras antes de iniciado el proceso de colonización y a los cuales no solamente se les arrebató el territorio, sino que se les condenó a la marginalidad.
Desde el Río Bravo hasta la Patagonia, los pueblos originarios de América han sufrido el desdén de los colonizadores, primero, y de quienes somos hoy los herederos de esa mezcla de culturas que produjo el mosaico del mestizaje iberoamericano.
Pero siendo cierta la afirmación del Papa Francisco, no lo es menos el hecho de que pedir perdón constituye un gesto insuficiente para revertir los efectos que la marginación a la cual han sido condenados los pueblos indígenas ha causado sobre los actuales miembros de las distintas etnias que pueblan el territorio nacional.
Y no es que pedir perdón sea innecesario. Por supuesto que hace falta el reconocimiento de los errores históricamente cometidos y en ese proceso es indispensable un acto de contrición por parte de quienes hemos contribuido —por acción o por omisión— a construir la realidad padecida por las comunidades indígenas del País.
Sin embargo, aún cuando se trata de un gesto relevante, pedir perdón por los siglos de marginación no lo es todo. Además de ellos, tendríamos que ser capaces de modificar aquellos rasgos de nuestra cultura que impiden a los pueblos indígenas alcanzar plenamente la categoría de ciudadanos y disfrutar de los derechos que ello implica.
Los pueblos originarios de Mesoamérica merecen el pleno acceso a la comunidad mexicana, no como “accesorios exóticos” que aportan una dosis de colorido a la imagen nacional, sino como miembros de pleno derecho de nuestras comunidades.
Por ello, no basta que les pidamos perdón por las acciones y omisiones del pasado o que reconozcamos tácitamente la deuda que tenemos con ellos por las décadas de abandono.
Además, hace falta que les reconozcamos como iguales, que les tratemos como iguales y que les abramos las puertas a la posibilidad de una convivencia que les permita, a partir de su propia cosmogonía, participar cotidianamente en la construcción del futuro colectivo.
Tendríamos que ser capaces de modificar aquellos rasgos de nuestra cultura que impiden a los pueblos indígenas alcanzar plenamente la categoría de ciudadanos.