¿Posadas del dolor?
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Lo he escrito antes varias ocasiones: soy feliz y me siento a salvo en los cuartos de un hospital o en la habitación impersonal de un hotel. ¿Posadas del dolor u hoteles literarios? Para mí, en estos espacios me reconforto, el sosiego llega a mi atribulada alma y mi mente llega a un estadio cercano a la paz y a la tranquilidad. ¿Por qué? No lo sé de cierto, supongo algunas explicaciones, eso es todo. Una de ellas: desde niño, mi madre cargaba conmigo –el Benjamín de la familia, para decirlo en términos bíblicos– y me llevaba de la mano a lugares remotos, los cuales fueron un deslumbramiento para mis ojos. Lo recuerdo: a mis cuatro, cinco años de edad, luego de un viaje de quince horas en un tren que nunca descansó con su lento, sordo ronroneo sobre las vías, llegamos a la Ciudad de México. Quien esto escribe tiene un solo recuerdo de aquella visita: conocí el palacio de Bellas Artes. No sabía que se construían edificios de esa envergadura. Y claro, nos quedamos en un hotel de por el rumbo de la Basílica de Guadalupe.
De aquí entonces que las lustrosas paredes de hoteles de poca monta, de mediano pelo, o bien ahora y cuando se puede, las habitaciones de los llamados “Hoteles Boutique”, sean mi destino en el cual me siento pleno y a mis anchas. En los últimos tiempos y por andar de pata de perro siguiendo a mis bandas de rock por la república mexicana, este escritor se ha hospedado en diferentes hoteles y posadas dignas de mención. Pero, ¿cómo escapar a la seducción de una habitación de un hotel, si el solo imaginar quién la habitó antes que nosotros nos posibilita la creación desbordante? Veamos a vuela pluma una genealogía –funesta, claro, con los escritores no hay finales felices jamás– sobre escritores y hoteles.
En Portbou (provincia en Girona, un pueblo de la frontera franco-española), en 1940, el filósofo judío y una de las mentes más lúcidas del siglo pasado, Walter Benjamín, llegó huyendo de los nazis con un visado para Estados Unidos. Se hospedó en el Hotel de Francia, allí fue detenido, allí falleció. La versión oficial habla de suicidio, pero las dudas a la fecha nunca se han despejado. Benjamín escribió en uno de sus libros: “perderse en una ciudad como se pierde uno en un bosque requiere de educación”. Lecturas, educación, sensibilidad. Vagar y deambular por calles ajenas requiere los cinco sentidos y la lectura atenta y previa de los vericuetos e historias de aquello que vamos a habitar y claro está, la predisposición a los azares del destino y lo que este nos depare. En hoteles mueren los literatos. Al igual que Benjamín, Antón Chéjov y Lautréamont murieron en hoteles miserables. Hay hoteles habitados por fantasmas que han visto Julien Green y Yeats. Desde una lujosa habitación del Ritz de París, y en sus últimos días sobre la tierra, Marcel Proust solicitaba refrescantes jarras de cerveza. Hay hoteles frecuentados por ladrones y éstos siempre han sido amigos de escritores, es el caso de Vladímir Maiakovski y Stefan Zweig.
ESQUINA-BAJAN
En mis viajes para seguir a mis músicos favoritos, como los jazzistas Diana Krall y Chucho Valdés, pues me hospedé en mis posadas de siempre en la Ciudad de México. A la banda de chelistas finlandeses, Apocalyptica, en su última tocada que dio en México, fue en el Teatro Metropolitan. Me hospedé atrás de dicho teatro, a pasos de la Alameda Central. En Monterrey y por motivos de trabajo y diversión, me hospedo en zona de guerra para disfrutar el infierno: el centro ruinoso de su Avenida Madero.
De aquí entonces que los hoteles son mi segunda casa. Escritor en bancarrota y pidiendo prestado, en México por lo general me hospedo en el Hotel República sobre la calle de Cuba, en pleno Centro Histórico. El hotel cobra la fabulosa suma de 500 pesos diarios (hay habitaciones más baratas, que conste) y es frecuentado por parejas de amantes trasnochados, rateros profesionales, sicarios armados con pavorosas armas al cinto, prostitutas sureñas, vendedores ambulantes que guardan sus mercaderías en su misma y diminuta habitación, viajeros europeos sin un clavo en el bolsillo... y claro, también es frecuentado por escritores norteños de bolsillos magros, como yo.
Aquí vivió por un tiempo el mejor traductor de poesía del portugués al español, el poeta Francisco Cervantes, a quien en una animada tertulia me lo presentó el maestro Armando Oviedo. Ya luego y por mis viajes frecuentes a México en aquel entonces, llegaba a su mesa del café de siempre y sí, allí me recibía el maestro para platicar de eso tan volátil: la vida. A un costado de mi hotel (note como se apropia uno rápidamente de las cosas, vaya que escribir “mi hotel”), en una vecindad de la época de la colonia, la locutora Cristina Pacheco llegó con cámaras y micrófonos y se puso a entrevistar a todo mundo. Hotel de poca monta, aquí me siento seguro entre los humanos que buscan escribir su propia historia.
Sobre el Hotel Cendrillon, en Francia, Virginia Woolf escribió: “... es una casa blanca con pisos de losetas, en que se pueden alojar unas ocho personas quizás. El ambiente del hotel, considerado en su integridad, me dio muchas ideas; tan frío, tan indiferente, tan superficialmente cortés”. Los hoteles son como las cantinas: puestos de socorro o zonas de guerra donde se pierde la vida. En un sórdido hotel, uno de los más grandes escritores, Cesare Pavese escribió lo siguiente: “No más palabras. Un acto. No volveré a escribir más”. Se suicidó. La Woolf tiene razón: los hoteles inspiran grandes pensamientos, entre ellos la dualidad funesta: escribir la gran obra o bien, el suicidio.
LETRAS MINÚSCULAS
¿Cuál es su hotel favorito, señor lector…?