Posadas y posaderas
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El diputado llevaba mujeres al hotel. Todas tenían punta de pitas, por no decir pinta de... Claro, eran pindongas de la más baja especie; maturrangas que hacían comercio de su cuerpo en las calles de Terán; furcias que se ofrecían a los borrachos en las piqueras de la Rinconada; bagasas del cabaret “El Egipcio”; mesalinas en “El vaivén” o “El columpio del amor”, lupanares de la zona de tolerancia.
Las llevaba del brazo el diputado, como si trajera a una duquesa, y con ella atravesaba el lobby del hotel. Parecía decir con su actitud:
-Viejorrón que me cargo, ¿a poco no?
Qué viejorrón ni que ojo de hacha. Fulanas de lo peor, pintadas como coche, panzonas, la pelambre –amarilla por efecto del agua oxigenada– con permanente de salón barato. Su atuendo no es para describirse. Si lo describo es por obligación de historiador. Ajustadísimos vestidos a punto de reventar por las profusas lonjas; zapatos con cintas que subían por las piernas en complicados lazos; extravagantes boas de plumas; pieles matusalénicas de gato o de conejo, sabrá Dios; enormes bolsos de lentejuela. Iban las daifas orgullosas de verse en ese hotel de buena fama donde seguramente habría box spring y no camas de las que usaban ellas, con tambor que rechinaba al trabajar.
¿Quién era ese diputado tan corriente? No inscribiré su nombre. Aquí la obligación del historiador cede su sitio a la reserva de quien no quiere lastimar a personas inocentes. Pero sí diré el del hotel: era el “San Luis Inn”, en la esquina de Padre Flores y Abbott. A don Ángel Prado, su dueño, pundonoroso señor, irreprochable caballero, le dolía en el alma ver en su prestigiado establecimiento a aquellas furcias que parecían sacadas de un mural de Orozco. No le decía nada al diputado, sin embargo, porque don Ángel era oficial mayor del Congreso y no quería indisponerse con el tipo. Pero un día no pudo más y habló con el líder de la diputación.
-Por favor, dígale a Fulano que no ande llevando viejas a mi hotel.
-No puedo intervenir –respondió con muy buen sentido el dirigente–. Eso pertenece a la vida privada del señor.
Una noche estaban el señor Prado y el dicho presidente del Congreso sentados en el lobby del hotel cuando entró el diputado de marras llevando del brazo, como siempre, a una feróstica tarasca. ¡Qué mujer, santo Dios! Comparada con ella las otras pelanduscas parecían niñas de primera comunión. No podía concebirse mayor vulgaridad ni más sórdida apariencia. Aquello sí ya no se podía tolerar.
-Esto es el colmo –dijo el señor Prado–. Aunque se enoje ese diputado voy a decirle que con esa vieja de plano no puede entrar aquí.
Fue, en efecto, y se encaró con el legislador. Desde su sillón el presidente de la Legislatura vio cómo don Ángel le hablaba lleno de irritación al diputado. Más irritado aún le respondió el sujeto. Y entonces, para sorpresa del presidente, el señor Prado ya no dijo más y volvió a su lugar todo escurrido.
-Es su esposa –le dijo al líder de la Cámara.