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Qué costumbre enfermiza y pervertida la de venerar y considerar a un político como alguien superior al individuo de la calle, sobre todo cuando la democracia es la vía y la estrategia de elección a sus cargos
Quizás sea un atavismo burdo, más por costumbre rechazo todas las invitaciones que se me hacen para estar en televisión. De ese medio han emergido varias de las personalidades más siniestras de las que mi memoria tenga noticia. Sin excluir a la prensa rosa o deportiva, especialista en producir escandalosos engendros de la frivolidad y la tontería. Sin embargo, en televisión, hago excepciones cuando son mis amigos o personas respetables quienes me invitan. Entonces voy a hacer el papelón y a exponer mi rostro avinagrado ante las cámaras. En cambio, la radio me parece un medio más amable para mi persona y no entraré en demasiados detalles acerca de mi preferencia. Frente a la tiranía de la pantalla que nos transforma en zombis persiguiendo la luz o la puerta luminosa, escuchar resulta un acto menos escandaloso y más cómodo y ligero. Las fobias y manías nos definen tanto o más que los vicios y placeres. Graham Bell detestaba hablar por teléfono; Edgar Degas prefería no responder por temor a que quien estuviera del otro lado de la línea no le hubiera sido presentado; Rossini usaba doble peluca para cubrir su friolenta cabeza, y así.
El viernes pasado me invitaron a su programa de radio, mi amigo Alejandro Páez y Álvaro Delgado. Estuve allí media hora y la conversación fue amable y sin limitación alguna. Casi al final me preguntaron mi opinión sobre López Obrador, respondí vagamente y me di cuenta de que carezco de certezas u opiniones firmes o definitivas al respecto. Por el contrario, mis opiniones acerca de la política —que considero más una ética que un juego de estrategias para la obtención del poder— se han mantenido durante décadas y están plasmadas básicamente en tres de mis libros de ensayo “En Busca de un Lugar Habitable”; “El Idealista y el Perro”; “Desconfianza (El naufragio de la democracia en México)”; y sobre todo en “Meditaciones Desde el Subsuelo”. No tengo mucho más que añadir y el quid de mis comentarios aparecerá en un libro a finales del año siguiente. No pongo demasiada atención en los políticos, sino a las estrategias o acciones que despliegan con el propósito de hacer el bien en una sociedad tan deteriorada como la nuestra. Creo que los congresistas o hacedores de leyes son los verdaderos técnicos de la comunidad, y que todas las leyes son perfectibles y deben adecuarse a las necesidades de la justicia y el desarrollo social.
No me interesa el culto de los guías o líderes, sino más bien la calidad de sus acciones y su capacidad de rodearse de las personas adecuadas para gobernar. Esto último sin olvidar que los políticos —vehículos de la representación pública— son nuestros sirvientes o criados. Qué costumbre enfermiza y pervertida la de venerar y considerar a un político como alguien superior al individuo de la calle, sobre todo cuando la democracia es la vía y la estrategia de elección a sus cargos. Creo que la libertad se construye a través del acuerdo y que éste no es posible si se denigra o desprecia a quien no piensa como uno. La discusión sólo tiene sentido cuando uno espera ser convencido por el otro. El buen político gobierna para todos y sabe escuchar y establecer una conversación vía su política —propuesta de un horizonte ético— y sus acciones. Por otra parte, no existe libertad respetable si quienes la procuran dejan de ser individuos para convertirse en seguidores incondicionales de un partido o una persona. El individuo se construye a sí mismo a partir de la educación, la crítica y el cultivo de su diferencia ante los demás. Pienso también que hay que combatir la riqueza que se acumula en unas cuantas manos, ya que no debe considerarse leal la riqueza que empobrece a los demás: no es leal porque los ricos utilizan la democracia como medio para validar su poder económico. Ser rico en medio de una multitud de desgraciados es un hecho ordinario y criminal. Mientas no se modifiquen la ética y los hábitos sociales del individuo, no se desmantelen las riquezas mal habidas (sobre todo las que proceden de los dineros públicos), no se castigue a los policías bandoleros y a los políticos ladrones, y no exista una reforma fiscal profunda y radical capaz de promover una equidad económica para un futuro cercano, entonces no existe política socialista, sino juego de poder y combate de intereses personales.
Yo creo que uno debe partir de la noción de que el país se encuentra permanentemente en crisis y de que toda política tiene la obligación de reforzar el lazo social y de tender hacia la igualdad y la prudencia económica. Si hay miedo de salir a las calles, inseguridad, rencor vecinal y corrupción de las funciones públicas, entonces no existe una entidad que podamos llamar país, sino un muladar de zoológico. No creo que haya que desmantelar las instituciones ni restarles autonomía; por el contrario, se requiere modificarlas de manera sabia, cauta y precisa, fortalecerlas y utilizarlas para impartir justicia en todos los ámbitos. Si un presidente o un político lleva a cabo estas acciones me parece loable y sería todo lo que alguien como yo tengo qué decir. Ya Maquiavelo, Rousseau, Moro, los empiristas ingleses, enciclopedistas franceses, Bentham, Dewey, Marcuse, Berlin, Bobbio y tantos economistas, filósofos y ensayistas sociales han descrito los rasgos esenciales sobre el ser político del hombre. Como es evidente, mi declaración sale sobrando.