¿Qué nos queda?
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Por el camino del recuerdo llega la imagen de un Saltillo que se fue.
Allá en aquellos años, tan distantes de éstos, había en cada barrio saltillero un guardia nocturno, con su farol y su silbato. Gendarmes amables y corteses que sin embargo, por ley, no podían hacer amistad con los vecinos “para no perder su independencia”. El reglamento municipal les ordenaba conducirse “con la mayor moderación, aunque con dignidad y energía”, como si llevaran el garrote en una mano y el Manual de Carreño en la otra.
En aquel tiempo las campanas de las iglesias anunciaban todavía las horas del Ángelus, y tocaban a rebato para llamar a los ciudadanos a combatir un incendio. Los saltillenses de esa época traían la música por dentro, y por fuera también, pues poseían un amplio surtido de músicas: el reglamento de policía enunciaba “vítores, serenatas, alboradas y gallos”. Vaya usted a saber qué diferencia habría entre esas diversas cantadas. Nos asombrará saber que a principios del siglo veinte existían aún los bailes llamados velorios, en los cuales los asistentes danzaban alegremente valses, polkas y redovas al lado del cuerpecito muerto de un infante. Celebraban que ya había en el Cielo otro angelito.
Existía la prohibición expresa de “ensuciarse” en la vía pública. (“Oiga, amigo: eso no se puede hacer aquí”. “Pos yo ya estoy pudiendo”. “Voy a dar parte a la autoridad”. “Si quere désela toda”).
Había en la ciudad arrieros, cocheros, cargadores, herreros, carroceros, aguadores, hortelanos, campaneros, carretoneros… Todo un desfile de personajes idos para siempre, como desaparecieron también el vareador de lana, y el afilador que ahí viene tocando su caramillo, escribió María Enriqueta. Estaban también el apaleador de nogales, el capador de gatos, el tejedor de tule, y tantos y tantos tipos más que eran parte de la vida en Saltillo.
Podemos imaginar a los niños jugando a la pelota, al aro y la rayuela en las calles, o “coleándose” de los carruajes, que así se llamaba al hecho de colgarse de la parte posterior de los cochecitos de caballos. Yo todavía alcancé a hacer eso, y sentí la emoción de la aventura prohibida, más deliciosa aún por el riesgo de recibir en el lomo o las costillas la caricia del exactísimo “chicote” del cochero, que manejaba su látigo con puntería de Guillermo Tell.
Los chamacos hacían volar sus “papelotes” (papalotes decíamos nosotros) desde las azoteas de las casas, o en la amplitud de la plaza sin árboles ni fuente, y por tal desafuero los pequeños saltillenses eran amenazados con una multa de 25 centavos por un legislador draconiano que se había olvidado de que alguna vez fue niño.
Saltillo de hace un siglo y medio, que se dormía al toque de oración y despertaba con las luces primeras de la aurora; que vivía al ritmo lento del paso de los viejos jamelgos por las calles; donde el “café-restorán” era visto por los honrados vecinos con los mismos ojos de suspicacia con que se ven ahora las cantinas y billares de barriada.
De eso nada queda. Todo se hizo polvo, cenizas, sombras, humo… Pero al menos podemos descorrer el telón de la memoria, y en una penumbra soledosa evocar aquella ciudad niña de quienes nos precedieron en la vida. Nunca acabamos de enterrar a nuestros muertos. Seguimos velando en el corazón a aquel Saltillo pequeñito cuyo recuerdo tiene ahora la frágil consistencia de los sueños.