Recuerdos eróticos de un adolescente (II). Bastaba acariciar con índice y pulgar el lóbulo de la oreja de la chica
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La ignorancia de las cosas hace nacer los mitos. Tan campanuda declaración sirve de exordio para decir que mi adolescencia -y la de todos aquellos de mi edad- estuvo llena de mitos sexuales. Todos esos mitos, desde luego, eran mayúsculas supercherías, pero las aceptábamos como si fueran el Credo, y hasta más.
Uno de esos mitos afirmaba que es posible saber si una mujer es o no señorita por su forma de caminar.
-Mira, fíjate bien -decía el iniciado al neófito-. Observa cómo los talones se desvían ligeramente hacia afuera. ¿Lo notas? Esa mujer no es virgen.
Magister dixit. El experto había pronunciado la última palabra. Yo me fijaba bien, con atención reconcentrada, y no acertaba a saber cómo podía decir mi amigo que no era virgen aquella dulce monjita que iba caminando delante de nosotros.
Otro gran mito de juventud era una mágica poción a la que llamábamos “yombina” cuyo nombre verdadero, lo supe ya después, es “iohimbina” o algo así. La tal yombina era un bebedizo afrodisíaco. Según la mitología adolescente bastaba administrar un par de gotas de ese brebaje irresistible para conseguir que cualquier mujer, independientemente de su clase, edad o condición, fuera acometida por un súbito deseo carnal que indefectiblemente la llevaría a echarse en brazos del hombre que tuviera más cercano. Lo único que tenías que hacer era poner con disimulo dos gotas de yombina en la Coca de la muchacha, en su limonada o licuado de fresa -eso era lo único que tomaban las chicas que conocíamos- y cuidar de que ningún otro hombre se acercara en el momento en que hacía efecto aquel elixir. De rodillas se iba a poner la chica para rogarte que le hicieras el amor ahí mismo y en ese mismo instante, aunque le hubieras dado la yombina en las graderías del Estadio “Saltillo” a la mitad de un juego de futbol americano entre los Buitres de Agricultura y los Daneses del Ateneo Fuente.
Un tercer mito sexual de adolescencia consistía en cierta técnica para excitar sexualmente a las mujeres. La técnica era sencilla, pero había que conocerla. Bastaba acariciar suavemente con índice y pulgar el lóbulo de la oreja de una dama para hacerle sentir la irresistible tentación de dejar de ser dama. Ese procedimiento era particularmente útil en el cine, lugar propicio a toda suerte -o casi- de manifestaciones amorosas. Si conseguías pasar el brazo por encima del hombro de tu acompañante (estamos hablando de mujeres), y si lograbas que te dejara acariciarle así el extremo del pabellón aurticular, de ahí a la consumación de todas tus fantasías eróticas no había más que un paso.
Mentira... Mentira lo del lóbulo de la oreja; mentira lo de la yohimbina; mentira todo lo demás. Lo que pasaba es que no había nadie que nos hablara de los misterios inefables de la sexualidad, y entonces nuestros conocimientos en ese campo derivaban de pláticas de esquina. En la escuela nos enseñaban trigonometría, pero jamás nos instruían sobre “esas cosas”. La trigonometría jamás la he requerido, pero con “esas cosas”, a Dios gracias, me he topado frecuentemente a lo largo de la vida, y mucho habría agradecido que alguien me hubiera hablado de ellas con prudencia y naturalidad. Eso me habría evitado muchos quebraderos de cabeza. La próxima vez que haga yo un Plan de Estudio para Uso de las Escuelas Secundarias lo voy a dividir en dos partes:
I-. Educación Sexual.
II-. Materias complementarias.