Reflejos
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Por: CAROLINA GARCÍA FLORES
Adornó la maceta con un listón rosa y, mientras lo pegaba con silicón, se quemó los dedos. Agitó la mano y la metió bajo el agua para aliviar el ardor. Su prometido, Javier, miraba la televisión de la sala a un volumen más alto de lo normal. Así era cada vez que peleaban. En esta ocasión, las palabras insultaron sus orgullos. Lo vio levantarse por una cerveza y se preguntó cuánto duraría su enojo.
La habitación matrimonial estaba recién ordenada: sábanas limpias, cajones aún vacíos, olor a pintura fresca, paredes que exhalan frío y una soledad que corroe las cosas nuevas hasta la llegada del primer hijo. En esta ausencia, Rebeca se sintió pequeña y desprotegida.
Javier y ella se conocieron en un concierto de rock. Pasaron varias noches cantando a capela después de hacer el amor. No obstante, los primeros atisbos de la discusión que hoy amenazaba su compromiso surgieron a las pocas noches.
—¡Siete hermanos! —exclamó Javier—. ¿Pues qué tus papás no tenían tele?
Rebeca sonrió y se encogió de hombros.
—Debió ser un infierno —continuó él, viendo el techo—: sin privacidad, nada de atención, ropa heredada, peleas… Eso no es infancia.
—Era bonito —comentó Rebeca—. No había espacio y peleábamos por el baño, pero la casa jamás se sentía sola.
—Pues yo no pienso tener hijos. Son muchos problemas.
Las palabras de Javier no hicieron eco en Rebeca hasta meses después, cuando la relación se formalizó: las salidas esporádicas se convirtieron en rutina, luego en compromiso. Sus respectivas familias festejaron. Los siete hermanos aprobaron al prospecto, aunque éste no mostrara interés en convivir con ellos. Sin embargo, a consejo de amigos, decidieron adelantar la mudanza y descubrir si podían vivir juntos. Tenían un mes en esa casa cuando la discusión explotó.
—Debes estar bromeando —dijo Javier cuando Rebeca se atrevió a compartirle su gran deseo de ser madre—. Ya lo hablamos, Rebe, así que no me vengas con eso.
—Lo decidiste tú, ¡nunca me tomaste en cuenta! —Rebeca se frustró al comprender que Javier no la escucharía—. Pensé que al menos podríamos discutirlo. ¿Por qué no quieres que tengamos niños?
—No quiero. Sólo me quitarían tiempo de…
—Tu carrera, lo sé. En la empresa quieren gente de tiempo completo y bla, bla, bla. Pero yo podría cuidarlo y los fines de semana saldríamos todos juntos como familia y…
—No.
—¿Te da miedo?
Entonces la paciencia de Javier se agotó; Rebeca lo supo por la forma en que sus ojos se encendieron. Creyó que un ser invisible, parado justo frente a Javier, le atacaba. Pero no, fue su prometido quien le dio el golpe en la mejilla. Ella corrió por el pasillo hasta encerrarse en el cuarto. No era necesario, pues él se quedó en la sala. No se movió, excepto para tomar una cerveza del refrigerador.
Rebeca, con tal de no pensar, decidió ocuparse de la maceta que una de sus amigas le regaló junto con un paquete de semillas de flor. La adornó con los materiales que tenía en el cuarto. Después, salió al patio trasero por un poco de tierra. Javier veía la televisión cuando ella colocó las semillas. Su madre siempre le dijo que si no podía cuidar una flor, menos de un niño.
Las semanas se transformaron en un camino de obstáculos hacia la boda. Las discusiones con Javier eran piedras que debían hacerse a un lado para no caer. Pero cada vez se hicieron más grandes hasta que, tras una cena hecha infierno por unas copas de vino, Rebeca le aventó el anillo de compromiso y Javier, la maceta con un pequeño brote. Eso fue todo. Él sacó las cosas mientras ella estaba en la oficina. No dejó explicaciones, porque ya se sabían.
Esa noche, Rebeca observó la maceta vacía junto a la ventana. Allí nacieron sus propios conflictos. Fue en ese momento, sentada en sus sábanas de no recién casados, que comprendió cuánto amaba a Javier. A la revelación le acompañó un agujero negro, que se tragó todas sus ganas de vivir, moverse, respirar y existir. Apretó las manos sobre el pecho y pidió a Dios no llegar a mañana. Sin embargo, cuando el sol tocó la orilla de sus dedos, supo que ese deseo tampoco le sería cumplido.
—Iré a un banco de esperma —soltó a su madre, dos meses después de roto el compromiso—. Consulté en Internet y le pregunté al médico. Es la mejor opción para ser mamá.
La mujer, que servía una rebanada de pastel a su hija, se quedó quieta. Después del shock, que no duró más de cinco segundos, se sentó y sonrió a Rebeca.
—No te apresures, hay muchos hombres allá afuera.
—Elegí a Javier —respondió ella, con el tenedor en las manos, pero sin ganas de probar el pastel—. Suficientes hombres por un tiempo.
—Hija, entiendo que quieras ser madre, pero el niño no tiene la culpa de lo que te pasó. Merece una familia. Con papá y mamá.
Rebeca comprendió que allí no encontraría apoyo. El enojo se coló debajo de sus pies. Los empapó hasta hacerla temblar. Dejó el tenedor en la mesa y se cruzó de brazos. No quería pelear por un asunto ya decidido.
—Piensa que encontrarás al hombre correcto o tal vez te reconcilies con Javier. Sé que el matrimonio es difícil, pero míranos a tu padre y a mí. Aquí seguimos —extendió los brazos para presumir el enorme mundo que existe entre la cocina y el patio trasero—. Tranquila, ya llegará alguien.
—Ya lo decidí, mamá.
La decepción atravesó su cuerpo; bajó la cabeza y la sacudió de un lado a otro.
—Eso no está bien —vio los ojos de su hija. Se espantó de la seguridad que irradiaban—. Serías una madre soltera, ¿sabes lo que es eso? Ningún hombre con dos dedos de frente se te va a acercar. Va a pensar que estás usada. No. ¡No puedes hacerlo!
Rebeca guardó silencio. De regreso a casa, compró unas semillas de azucenas.
La planta creció sin interrupciones, alimentada por el agua y el sol que Rebeca le proporcionaba. Pasaron los días, las semanas y las débiles hojas se asomaron a una primavera anaranjada. A partir de entonces, el brote alcanzaba a escuchar la vida diaria de su cuidadora: oyó de primera mano la discusión entre Rebeca y una mujer mayor cuando una tirita blanca marcó dos rayitas rosas.
— ¡Tengo el derecho, mamá! —los gritos llegaban hasta el cuarto—. Soy una mujer adulta, con trabajo y casa ¡puedo tener tres si quiero!
Luego fue testigo de cómo Rebeca engordaba y pasaba horas tocando su panza, cantándole canciones dulces. Sin embargo, jamás se olvidó de regarla y, con el tiempo, colocaba música tanto para la futura flor como para el futuro bebé, así llamaba al ser que crecía en su interior. El clima empezó a cambiar.
Javier se encontró con Rebeca en el supermercado poco antes del parto. No se atrevió a acercarse y menos a hablarle, pero la observó con detenimiento en la fila de la caja. La halló hermosa, henchida de luz. Sintió en su corazón una felicidad comparable al estallido de una estrella, tanto por ella como por él. Pagó los artículos y volvió a casa, sabiendo que hizo lo correcto al alejarse. Ella estaba en su derecho, él también.
La noche antes de entrar en labor, Rebeca sintió que algo iba mal. Lo supo en el instante en que vio la azucena ennegrecida. Gritó. Bajó de la cama. Sostuvo entre sus dedos los pétalos moribundos. ¿Cómo? ¿Por qué? ¿No la cuidó con el esmero de una madre primeriza? ¿No le temió a cada plaga, tormenta o carencia? Lloró hasta que las primeras contracciones la inundaron de pánico. Unos temores oscuros llenaron su semblante y la acompañaron camino al hospital, durante la agónica espera ante una lenta dilatación. Luego vino la urgente cesárea y caminos luminosos que la guiaron a un quirófano atemporal. Guantes, cubrebocas, máquinas, monitores. Navegó río abajo, allí desembocaban los anhelos de maternidad y la ruptura con Javier, a pesar del amor: a un mar de invierno, negruzco y frío.
Llanto.
Cada célula de su cuerpo revivió. Su cuello no encontraba las fuerzas para girar la cabeza y ver la bolita de carne que se desenvolvía en las manos experimentadas. Éstas se encargaron de limpiar cada orificio, en cuidar las medidas y contar los deditos. Un niño.
Una partícula del universo de Rebeca hizo implosión. Una supernova escapó de sus ojos en forma de lágrimas. Todo el amor que guardaba se hizo carne: tenía uñas, pestañas, pies, ojitos, naricita y unos potentes pulmones. Lo recibió temblando. Descubrió uno de sus pechos para alimentarle.
El parque estaba a tres cuadras. Alonso amaba ir allí. Sus abuelos le compraron una bicicleta en su octavo cumpleaños y uno de sus siete tíos se ofreció a enseñarle. Fueron una mañana que parecía tragarse los restos del invierno, para luego escupirlos en forma de flores. Rebeca se sentó en una de las bancas con un libro en el regazo, para no tener que ver las primeras caídas. Escuchaba la risa de su niño y eso era lo único que necesitaba para estar tranquila.
Pasó una hoja. Quizá podría entrar a algún club de jardinería. Otra página. Tal vez era mejor dedicarse a mejorar sus recetas. Otra. Pensó en Javier. Se sorprendió de cuánto le extrañaba.
—Ya está enorme.
La mano se quedó a mitad de camino. Rebeca levantó la mirada. Encontró un rostro envejecido: Javier. Su gorro ocultaba los inicios de una calvicie. Se sentó sin que nadie le diera permiso, sin dejar de ver al niño.
—Un gusto saludarte—dijo. Supo que ella tardaría un rato en recobrar el habla.
Rebeca pensó en pedirle que se fuera, que nada tenía que hacer con su hijo. Pero lo dejó estar allí, en la banca junto a ella y sin hablar. No dejaron entrever los recuerdos de amor que atravesaron sus pechos. Alonso pedaleaba sin caerse.
Ninguno preguntó por el presente. Nadie soltó la verdadera intriga –¿te casaste?–, por miedo a la respuesta. Tampoco se despidieron cuando Javier se levantó, sacudió su ropa y partió sin mirar por última vez a Alonso. No preguntó ni su nombre.
Rebeca regresó a casa, con el niño soltando una cascada de palabras a modo de historia desordenada que ella debía escuchar, acomodar y opinar. Permaneció callada y pensó en comprar una nueva maceta. La adornaría con un listón azul. La dejaría crecer en la ventana de Alonso. Quizá era buena idea enseñarle a cuidar plantas. Tendría algo que hacer de aquí al invierno. Compraría azucenas o rosas o un árbol tropical, de esos que dan frutos exóticos, nunca vistos en la región. Se asomó a la sala y distinguió al niño viendo la televisión a un volumen demasiado alto. Se preguntó cuánto tiempo pasarían antes de que una cerveza se materializara en su mano y el enojo amargara sus facciones, igual que hacía con las de Javier. Pero ella no lo permitiría.
Carolina García Flores, narradora y comunicadora
Nació en Saltillo, Coahuila en 1995. Ama la lectura y narrar historias. Es licenciada en comunicación por la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Autónoma de Coahuila. Participó en las antologías de cuento: “Imaginaria” (2015), “Los nombres del mundo: Nuevos narradores saltillenses” (2016) y “Mínima: Antología de microficción” (2018).