Santiaguerías
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En Santiago, ciudad nuevoleonesa hermana de Saltillo, la gente me cuenta anécdotas preciosas. Hay en la Villa muchos platicadores. Así llaman ahí, “platicador”, a quien sabe las anécdotas del pueblo y las cuenta bien.
Esta vez oí hablar de La Perolona. La Perolona, contrariamente a lo que el femenino podría sugerir, es un señor. Al oír ese mote yo pensé que provendría de “perol”, que es un cazo muy grande. Imaginé que al dicho señor lo llamarían así por ser muy gordo. Equivocábame, por no decir me equivocaba. Sucede que en su lejana juventud La Perolona fue bracero. Se iba cada año a la pisca del algodón en Texas. Era muy listo y muy emprendedor. Al terminar cada día de trabajo se hacía tonto y no le entregaba al gringo el saco en que juntaba el algodón: se lo llevaba a la barraca donde dormían los piscadores y lo ponía abajo del colchón de su camastro.
Así, cuando terminaba la temporada de la pizca había reunido muy buena cantidad de aquellos sacos. Al regresar a Santiago los llevaba consigo. Su mamá los descosía y los lavaba bien, primero con calabacilla y después con amole, con lo que la tela de que estaban hechos los sacos, tela de calidad magnífica, quedaba limpia, tersa, albeante.
Después La Perolona iba por la calle ofreciendo en venta aquella tela. Decía a los presuntos compradores:
-Te vendo una lona.
Y para encomiar la calidad de la mercancía añadía con énfasis:
-¡Pero lona!
De ahí le vino el mote que le queda para siempre: La Perolona.
A otro apreciado santiaguense le apodan “El Litro”. Cuando estuvo en la primaria hizo cuatro cuartos antes de poder pasar al quinto año. Por eso le dicen “El Litro”: por los cuatro cuartos.
A otro señor de Santiago le llaman “El Criminal”. Desde luego a él no le gusta oírse llamar así. No es tanto por el apodo, que hasta podría beneficiarlo por sugerir que es hombre de cuidado, sino por el origen del remoquete tal.
El desastrado hecho que originó ese mote sucedió cuando el señor era un muchachillo adolescente. Su señor padre era matancero, y tenía un burro a cuyos lomos iba a hacer la matanza de cochinos que en los diversos ranchos le encargaban. Un día llevó con él a su hijo. Cumplió el matancero su tarea de hacer pasar a mejor vida a un marrano, y llamó al muchacho.
-Guarde m’hijo el cuchillo en la funda. Está arriba del burro.
El muchacho metió el cuchillo con todas sus fuerzas. El jumento cayó al suelo. Y es que no había metido el cuchillo en la funda: resbaló la hoja y el cuchillo se clavó en plena cruz del desdichado pollino.
Cuentan todavía los santiaguenses que al venir el asno al suelo el matancero preguntó con espanto:
-¿Pos que le pasó al burro?
El asno reunió sus últimas fuerzas, levantó la pata y en mudo reproche señaló al muchacho.