Te acordarás de mí toda la vida
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Don Felipe Sánchez de la Fuente era un hombre bueno, bonísimo. A veces me he preguntado cómo pudo conciliar su profesión de abogado litigante -lo fue, muy eminente- con aquella bondad suya casi franciscana. No quiero decir que para ser licenciado se deban poner en ejercicio maldades o sevicias, no. Pero pienso que en los procesos litigiosos se requieren a veces una energía adusta y un general fruncimiento de cuerpo y alma que no tenía aquel querido maestro mío, tan bueno que más de una vez fue víctima de la maldad.
Muy cuidadoso de su persona era don Felipe. Pulquérrimo, vestía con elegante sencillez. Su lujo era el decoro; la sobriedad su mayor gala. Un día impartió una conferencia sobre cierto arduo tema de filosofía. Al final preguntó a los asistentes si tenían alguna duda. Una muchacha levantó la mano con presteza e inquirió:
-¿Por qué siempre usa usted guantes, aunque no haga frío?
Tras las risitas que levantó aquella inocente impertinencia respondió, caballeroso, don Felipe:
-Señorita: es un adorno personal.
Dado a adornar su persona y su trato era, en efecto, el señor licenciado Sánchez de la Fuente. Rector de la Universidad, tuve el honor de ser su secretario general. En una ocasión tuvimos reunión de consejo universitario, y al final nos fuimos todos a cenar al restaurante del Camino Real. Esos convivios eran muy formales: la mera presencia de don Felipe les imponía un aire de solemnidad. No había en ellos conversaciones frívolas; se hablaba de cosas académicas: la deontología educativa, la propedéutica, la pedagogía de la trascendencia; cosas así.
De tales temas se estaba hablando aquella noche cuando se abrió de pronto la puerta de la sala donde la cena era servida y asomó la cabeza el querido y popular “Químico’’ Gámiz. Llevaba su guitarra, y lo acompañaban los otros dos trovadores que con él formaban el inolvidable Trío del Mayab.
Ver don Felipe al Químico y hacerle una señal imperativa para que se acercara fue todo uno. Yo me sumí en la silla. Tuve la certidumbre de que don Felipe reprendería al artista por hacer acto de presencia en aquel circunspecto senado académico. Se acercó el Químico Gámiz, que de seguro advirtió la energía en el llamado que le hizo el señor Rector.
-Dígame, licenciado -preguntó a don Felipe con no muy firme voz.
Levantó el brazo Sánchez de la Fuente en tribunicio ademán, y pronunció con magnílocuo acento una sola palabra terminante:
-¡Sentencia!
Y ahí mismo rompió a cantar el trío la preciosa canción de Pablo Valdés Hernández.
“... Te acordarás de mí toda la vida...’’. Pienso que no hay una noche de bohemia en todo México en que no se oiga esa canción, joya imperecedera en el repertorio del romanticismo nacional. Yo tengo dicho en Radio Concierto que pongan siempre esa canción en los programas con música de la nostalgia. Así rindo homenaje a aquel compositor tan nuestro, y así cumplo con un deber cuya omisión me sería tachada de inmediato por nuestros oyentes.
La vida de Pablo Valdés Hernández fue, toda, una canción. Lo traté en los últimos meses que vivió. Estaba muy enfermo, pero ni el sufrimiento lo hizo dejar de tratar a sus visitantes con esa afabilidad cordial tan propia de él y de todos sus hermanos.