Transparencia: ¿de verdad nos importa a todos?
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Algo está muy mal en una sociedad en la cual la transparencia no ha podido convertirse en uno de sus signos distintivos
No son pocos los estudiosos que afirman, al caracterizar conductas como la corrupción, que se trata de un fenómeno de carácter cultural y, por tanto, no se resolverán simplemente con la modificación de leyes o la imposición de crecientes castigos a quienes la practiquen.
Tal caracterización tiene el propósito de llamar la atención en torno a un rasgo importante de los fenómenos susceptibles de ser caracterizados como “parte de la cultura”: se trata de conductas que, pese a ser calificadas como indesebales, han sido normalizadas a tal grado por la comunidad que ya no son rechazadas e incluso, en no pocos casos, intentan ser justificadas.
Un buen ejemplo de este señalamiento lo constituye el reporte periodístico que publicamos en esta edición, relativo al bajísimo porcentaje de candidatos, actualmente en campaña en Coahuila, que han decidido poner a disposición del público sus declaraciones patrimonial, de intereses y fiscal, mejor conocidas como “3 de 3”.
Pese a que ha transcurrido más de la mitad del período de campaña, y que la opacidad, suele decirse, es una conducta que la sociedad rechaza, apenas el 7 por ciento de quienes pretenden conquistar nuestro voto han decidido convertir a la transparencia en una carcaterística de sus campañas.
El dato relevante, sin embargo, no es que quienes integran nuestra clase política se refugien de forma contumaz en la opacidad, pues ello lo damos por descontado los ciudadanos. Lo relevante es que, frente a su actitud refractaria a la transparencia, los electores no parecen tener la menor intención de pasarles una factura.
¿Por qué ocurre esto? Teóricamente, los ciudadanos rechazan masivamente la corrupción y tienen claro que la opacidad es uno de los elementos de dicha conducta. Por otro lado, los medios de comunicación no hemos quitado el dedo del renglón y en forma recurrente informamos de la escasa participación de los candidatos en este tipo de ejercicios.
¿Qué es lo que ocurre entonces? ¿Estamos frente a la evidencia de que la corrupción es un fenómeno cultural, normalizado al grado de que ya nadie tiene interés en reprochar dicha conducta a quienes pretenden convertirse en representantes populares?
El diagnóstico es más contundente en la medida en la cual se añade al dato actual, el hecho de que un buen número de quienes hoy buscan la reelección tampoco hicieron pública su “3 de 3” el año pasado y, a pesar de ello, obtuvieron el respaldo mayoritario de los votantes.
Tal hecho necesariamente lleva a la conclusión de que los ciudadanos no solamente no condenamos ni castigamos la opacidad en nuestros políticos, sino que incluso la premiamos.
Algo está muy mal en una sociedad en la cual la transparencia no ha podido convertirse en uno de sus signos distintivos pese a que han transcurrido más de tres lustros desde que se expidiera la legislación respectiva y se han invertido monstruosas sumas del presupuesto a crear y consolidar instituciones públicas cuya finalidad es “garantizar” la derrota de la opacidad.