Tumbas y panteones en Saltillo
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Se acerca la fecha dedicada a los difuntos, días de peregrinaje a los cementerios, de acicalar las tumbas, de visitar a los muertos… ¿Cómo habrá de ser este año esa fecha de tan especial significación para los mexicanos en plena pandemia del COVID-19?
La muerte tiene presencia constante en la vida de los mexicanos y se acentúa en esas fechas en que los descendientes cumplen la tradición de ir a limpiar, pintar y arreglar las tumbas, llevar flores y visitar a los parientes que ahí reposan, tradición saltillense ancestral, mucho más antigua que las de montar un altar de muertos, saborear el pan de muerto o disfrazarse de catrines y catrinas y desfilar por calles de la ciudad. La tradición de visitar a los muertos es lo que da pertinencia hoy al tema de los panteones saltillenses.
Los últimos días de octubre y los primeros de noviembre de cada año, los cementerios de la ciudad ofrecen una cara diferente. Los más viejos, los de Santiago y San Esteban, siguen conservando, quizás ya para siempre, los puntos de excepción que constituyen las tumbas olvidadas en su interior, las que nadie visita, las que nadie arregla, las que nadie limpia: las tumbas abandonadas de antiguas familias de origen extranjero, cuyos descendientes, miembros de segundas y terceras generaciones, volvieron a su país de origen y con su partida abandonaron sus propiedades funerarias, como la tumba Purcell ubicada en la entrada del panteón de Santiago, familia de importante presencia en Saltillo durante poco más de un siglo, o las tumbas de antiguas familias saltillenses aún con descendientes aquí y cuyos familiares más directos, quizás herederos de la propiedad donde se ubica la tumba, también emigraron; y las tumbas de algunos conocidos personajes muy saltillenses cuya descendencia finalmente se extinguió.
Ante esos casos es evidente la cortedad del aforismo: “El hombre carga con su muerte desde el principio de su existencia”. Cuando una persona pierde la vida, la cadena agrega un eslabón y sus restos mortales o sus cenizas quedan al cuidado de los que le siguen en la línea del tiempo. Con base en ese aforismo, el imaginero popular representó el triunfo de la muerte con la imagen de una carreta tirada por un hombre y que lleva de pasajero a la muerte en la figura de un esqueleto con una corona como símbolo de su victoria. Cada hombre lleva su propia muerte y, casi siempre, las obligaciones derivadas del fallecimiento de sus antepasados.
En Saltillo, como en todo México, la muerte es objeto de veneración y miedo, culto o burla, y los muertos son objeto de recordación, ejemplo, rezos y sufragios, respeto y miedo. Los ritos fúnebres, los conjuros del muerto, los lamentos rituales por el difunto, las plegarias, los altares y las ofrendas forman parte del arcaico culto a los muertos del que la tumba había sido, hasta hace poco, su consagración definitiva.
Lo anterior se confirma en los más viejos panteones de Saltillo; el de San Esteban, que tuvo antecedente en un terreno anexo al convento franciscano en el centro de la ciudad y que ya tenía muchos años de servicio en su actual lugar cuando en 1880 inició a un costado el de Santiago, y éste, que tuvo antecedente en el ubicado antes en las calles de Juárez y Abasolo, clausurado a fines del siglo 19 por falta de cupo, y todavía más atrás, en el primer panteón de la villa al lado norte de la entonces parroquia de Santiago, hoy catedral del mismo nombre, conforme a la antigua usanza de erigir los cementerios anexos a los templos. En estos dos viejos panteones se ven toda clase de tumbas, desde sencillas fosas cubiertas con lápidas de cemento o solitarias fosas individuales adornadas con esculturas, hasta sepulcros de varias fosas delimitadas con rica herrería y cabeceras tipo pedestal o sepulcros con suntuosas capillas miniatura. Los materiales y el tamaño de las tumbas indican en los panteones las diferencias sociales.