Un duende llamado Rubén
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La muerte es una tarea obligatoria para los seres humanos. Mucho se ha escrito sobre el momento en que las personas trascendemos con nuestra muerte. Pero pienso que mientras hay personas a las que se sigue recordando por sus contribuciones a la humanidad a pesar de que su muerte ocurrió hace siglos; también hay personas que al morir serán recordados por su círculo íntimo y no por mucho tiempo, eso es una condición de estos tiempos en los que las personas somos descartables.
Rubén González Garza, aunque no tuvo descendencia, sembró en varias generaciones el amor al teatro y en general a las bellas artes.
Hombre renacentista por sus múltiples capacidades, Rubén murió hace unos días a punto de cumplir 90 años de edad. Con una dicción perfecta, propia de un actor, su persona no pasaba desapercibida.
Lo conocí a principios de los años setenta en su rol de director teatral. Siendo yo un cuasi niño me invitó a ser su alumno, entonces asistí religiosamente a sus excelentes clases que entretejía con la dirección de piezas cortas de Lope de Vega, pero también incursiono en esos años en la dirección de piezas teatrales musicales como “El Cumpleaños de Lilí”, en la que participé dirigiéndome Rubén cuando él tendría un poco más de 45 años.
Me di cuenta que conocía de solfeo pues él directamente de las partituras leía las líneas melódicas de los temas musicales; además mostraba los trazos que había que seguir de una manera que me hacía pensarlo como un duende, ese personaje de la fantasía que aparece en cuentos, aunque el maestro Rubén no era de estatura pequeña, pero su expresión facial y la manera en que daba instrucciones a los actores lo convertían en un ser mágico.
En ese tiempo le auxiliaba en temas escenográficos y como actriz Graciela Rangel Frías. Ella llegaba a los ensayos con su porte elegante, pero más que nada era su amistad con Rubén lo que la hacía estar cercana a él. En “El Cumpleaños de Lilí” representaba a la Reina de los Caramelos. Que días aquellos. Allí también participó mi hermano Ricardo, hoy connotado científico.
Rubén González Garza inició su contacto con el teatro gracias a que desde niño veía los montajes que sus padres dirigían a nivel amateur, pero principalmente porque fue asistente de su tía política Elisamaría Ortiz que dirigió el Núcleo de Arte Teatral, primera plataforma formal para teatristas regiomontanos.
Como actor lo recuerdo en “Los Chicos de la Banda”, de Mart Crowley, en la que participó en sus inicios el dramaturgo Hernán Galindo y en “La Sonata Kreutzer”, del autor León Tolstoi, al lado de la entonces bellísima Nuria Bages Romo dirigidos por un genial Julián Guajardo.
Recuerdo que en su casa de la calle Allende y Cuauhtémoc en Monterrey, donde vivía con su madre, tenía pinturas al óleo y acuarelas producidas por él, las artes visuales fueron una de sus pasiones. También incursionó en la dramaturgia como lo hacen algunos directores teatrales, quizá para dirigir obras a su gusto.
El maestro Rubén González Garza fue ante todo un ser humano muy respetuoso de todos los que le rodeaban. Nunca un mal ejemplo en su conducta personal para con sus discípulos de carácter afable, aunque sin abandonar el espíritu perfeccionista con el que nació.