Un fantasma casi enamorado
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Este relato es una muestra del trabajo creativo del equipo de Redacción y colaboradores de esta casa editorial. Encuentra un nuevo texto cada semana
Por: Angélica López Gándara No voy a contar mentiras. Mi vida era miserable. Aunque reconozco que a veces fui feliz con la que, por ahora, llamaré Verónica. Antes de conocerla me sentía vacío y después de ella, peor. Me di cuenta de que necesitaba cariño y de que podría haberme enamorado de cualquiera. De cualquier mujer, por supuesto. Por eso no me importó que Verónica tuviera el pelo de párrafo mal justificado, cejas de apóstrofe y la boca de guion. La nariz le daba vuelta a la derecha. ¿Y sus piernas? Ah, sus piernas… un paréntesis. Su sonrisa vertical, unos corchetes vacíos y sus nalgas, un par de exclamaciones.
Lamento mucho haber caído en lo que siempre critico: ser un escritor que no sale de la autobiografía. Finalmente, acepté que las vivencias propias son lo mejor que se puede narrar. Estaba desesperado. Para mis conocidos, yo no pasaba de ser un escritor que no escribía. Eso era en apariencia, pues hacía tiempo que me alquilaba como escritor fantasma; un negro literario habitaba en mí. La verdad, no me iba tan mal; tenía dinero suficiente para pagar un departamento en Polanco y hasta me fui en crucero por las Bahamas. Y todo por escribir cientos de cuartillas que servían para alimentar el ego de otros.
Antes de ser un fantasma formal, había publicado dos novelas con poco éxito. Con la frustración típica del escritor sin fortuna. Pensé que sería mejor sacarle provecho al anonimato, y a la necesidad de escribir.
Busqué entonces a quienes necesitaban de un maquilador de textos; el sueldo era bueno y no tenía que preocuparme por el éxito o el fracaso. Además, tampoco había que esforzarse demasiado, ya que casi nadie lee esos libros. Los principales ocupadores de estos servicios eran los políticos. Se aproximaban los tiempos de elecciones e hice una lista de los candidatos presidenciales. Los busqué para averiguar cuál querría hacer su “autobiografía”. Así llegué a mis clientes. Encontré dos. No diré sus nombres. Planeé las entrevistas con los posibles habitantes de Los Pinos y pensé en dejar el trabajo de tecleo a un ayudante.
En Facebook solicité a un capturista de datos. Asistieron muchos a la entrevista; también Verónica. La escogí a ella. Me pareció discreta. Se trataba de una muchacha de treinta años, esbelta y teñida de rubio. Me impresionó su mirada espesa, muy maquillada. No era ni fea ni guapa. De cualquier modo, no entraba en mis estándares de belleza. Reconozco que nunca he tenido ninguna Venus de Milo ni de Xochimilco; aunque acepto que tampoco soy un Adonis, pero me amparo en la enmienda popular de “Verbo mata a carita”; el físico era lo de menos; sólo la quería como capturista. Le expliqué que el trabajo sería de tres a ocho, por las tardes, sin llevarse nada a su casa. El secreto era importante; por eso le hice firmar un contrato de confidencialidad donde le explicaba que la demandaría en caso de revelar mi identidad o la de mis clientes. El papel no tenía validez oficial.
Había ocasiones en que la mediocridad me hería, pero me liberaba con anécdotas como la de Alejandro Dumas padre, quien les llegó a pagar hasta a setenta escritores fantasmas para que redactaran sus portentosas novelas. Un día Dumas le preguntó a su hijo: “¿Has leído mi nueva novela?”. Él le contestó: “No, ¿y tú?”. Eso, y viendo la eficiencia de Verónica en la redacción, provocó que yo, siendo fantasma, tuviera también mi propio fantasma. Por eso le fui delegando el trabajo. A veces yo sólo revisaba y suprimía detalles innecesarios o indiscretos. Yo era el fantasma de la ópera, y Verónica, mi Gasparín.
Todo marchaba bien. Por las mañanas yo hacía las entrevistas y por las tardes ella las trascribía, con la consigna de reservar las partes en que se les aflojaba la lengua a nuestros “autores”. Ellos contaban inmoralidades con bastante morbo. “No pongas eso; es sólo para que veas que tengo amplio criterio”. A veces, ellos y yo platicábamos y se nos olvidaba apagar la grabadora. Un día, Verónica se ruborizó al escuchar una grabación en la que el tipo, obsesionado con los genitales femeninos, soltó una perorata sobre las variantes anatómicas que él conocía; habló de las regiones pudendas de una negra, que a él le parecieron muy jugosas y con sabor a cacahuate; habló de una rubia que le supo a cítricos. Cuando aparecían estos deslices, Verónica se sonrojaba y escondía la mirada. Me excitaba y al mismo tiempo me caía mal. Su pudor me parecía excesivo.
Por las tardes yo salía a pasear. Acudía a reuniones con amigos, iba a presentaciones de libros y al teatro. Quería conocer a la mujer de mi vida. Sin embargo, como “el porvenir es tan irrevocable como el rígido ayer”, me enfermé. No sé de qué. Un día de diciembre caí en cama. Mi fiebre calentaba todo el departamento. Esa tarde, como pude, le abrí la puerta a mi ayudante.
—¿Qué le pasa? Acuéstese.
Estuve cuatro días delirando. Eso dijo. Me diagnosticó encefalitis equina. No sé por qué no llamó a un médico, ni por qué escogió esa enfermedad. “¿Equina?”. Con vaguedad recuerdo que me aseaba y me daba consomé. Una noche (yo ya consciente) Verónica se dispuso a bañarme con esponja.
Cuando llegó a los genitales, éstos respondieron al estímulo, como es natural. La explosión fue como nunca en los últimos diez años. Mi cuerpo jamás había recibido caricias de tal intensidad. Ella dormía en un sillón reclinable cerca de mi cama. Los tres días siguientes me sentí mejor, pero fingí debilidad. A la cena le seguía el baño: “Los dioses no habían sido avaros conmigo”. No hubo esfuerzo y no pagué horas extras.
Comencé a sentir a Verónica: mirada profunda; palabra grave, sensual; labios que bailaban bajo un rojo intenso. Sus manos, aunque muy venosas y toscas, estaban llenas de excitantes caricias. Su cuerpo era ágil, firme, con largas piernas envueltas en unos jeans que apretaban sus tímidas nalguillas.
La última noche que me bañó, dijo que me veía muy repuesto y que sería mejor ir a la regadera. Como también ella se mojaba, le pedí que se quitara la ropa y viniera conmigo. Aceptó con la condición de que apagáramos la luz; las manos quietas, sin tocar nada. No me besó en los labios, pero supo usar la boca de maravilla. ¿Dónde demonios aprendió esas artes la pudorosa Vero? En la oscuridad tomó mi bata y salió antes que yo. Esa noche, entrepiernados, ella ya no durmió en el sillón.
Por la mañana me besó por primera vez en la boca. Al menos no tenía aliento insecticida, aunque pareciera el espantapájaros de Girondo. Me decepcionaron sus pechos tan pequeños; su sostén traía sendos rellenos. Sin embargo, reconozco que disfruté de un cuerpo sin celulitis. Lo malo fue que la firmeza llegaba hasta la entrepierna. Mi mano viajó a ese rincón y palpó algo novedoso: una extraña anatomía, femenina, pero rara. Me ordenó que le hiciera el amor de la forma no convencional. Era la segunda vez que una mujer me lo pedía, así que no me extrañó. Proseguí hacia la espalda. En la cuarta ocasión, la cuestioné: yo había visto que tomaba pastillas anticonceptivas y si ese sería el tipo de sexo que tendríamos, no venía al caso tal medicina.
—¿Para qué tomas píldoras? ¿Tienes miedo de embarazarte? —le pregunté en tono burlón.
—¡Por favor! No son anticonceptivos; es mi tratamiento hormonal: estrógenos, tonto. Bien sabes qué soy yo.
—No, no sé, explícame.
En ese instante, un látigo me golpeó el pensamiento. Reparé en que su manzana de Adán era demasiado prominente. Fue entonces que supe que su nombre de pila era Juan y que hacía más de un año que se había transformado en Verónica. Me sentí humillado, con rabia. A pesar de eso, seguimos juntos dos meses. Juanito me recibía con rica comida y el departamento inmaculado. Juanito nunca quiso hablar de su pasado ni de su familia. No me sentía bien, extrañaba el sexo frente a frente, el de pechos acolchonados para recostarme en ellos. ¿Dónde estaba la miel y la esponjita mágica? Me entristecía colocar mi mano en esa imitación tan seca de vulva. Estoy seguro de que el cirujano hizo mal su trabajo; en aquel remedo no cabía ni una “I” latina, ni aunque fuera minúscula.
Bajo la frustración y la furia, una tarde no aguanté y le dije:
—Oye, Juanito, ¿no crees que fue una estupidez eso de cortártelo? Nomás te sirve para mear sentado.
Me miraron dos demonios con mucho rímel.
—¡Me llamo Verónica, imbécil!
Y me sorrajó la bofetada más fiera que yo y todo mi árbol genealógico hayan recibido jamás. Tiemblo nomás de recordarla. Quedé privado, con mis dos dientes postizos ensangrentados en la mano.
—Pero golpeas como el mismísimo Atila, hijo de la chingada… — susurré.
Ambos nos pedimos perdón. Pero todo fue una farsa. Cada vez se sentía más la tensión entre nosotros, pero los libros estaban quedando muy bien. Por lo que seguí delegándole el trabajo Empecé a sentir odio por Juan. Todo ese tiempo yo había sido homosexual sin darme cuenta, ¿por qué? Debí saberlo desde el principio. ¡Maldito seas, Juan! Me las pagarás. Ya nomás que entregue el trabajo y verás.
¿Negras de cacahuate y rubias de limón? Hace tres días que Juan me abandonó. No existe el domicilio que registró en la solicitud de empleo. Huyó. Se llevó mi laptop con todos los textos y las grabaciones completas.
*Angélica López Gándara
MÉDICA Y ESCRITORA (Francisco I. Madero, Dgo., 1964). Autora del libro de cuentos El peor de los pecados. Ha recibido el Premio Estatal de Periodismo Cultural “Armando Fuentes Aguirre” (2000 y 2015) y el Premio Estatal de Periodismo de Coahuila (2016, 2017 y 2018). Ha publicado en diversos medios de circulación nacional y es colaboradora regular de la revista Siglo Nuevo, de El Siglo de Torreón.