Un jardín en el desierto o su amor
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En el desierto intentar un jardín, es una tarea de absoluta devoción. Las mujeres o los hombres que los generan y cuidan, podrán encontrarse en la siguiente descripción.
Crecí en una casa hermosa por su jardín, un jardín que era una extensión del espíritu de mi madre. Allí estaba ella todos los días, luego de la jornada laboral, hincada en esa tierra a la que le devolvió fertilidad a fuerza de visitarla. Si puedo describir a la felicidad, era mi madre absorta en esa tarea que nos brindaba una alfombra de colores, texturas, olores y sabores. Plantaba por aquí un granado, por acá palmas datileras, más allá un nogal o un toronjil.
En el jardín frontal, estaban los rosales y las violetas por montones que, junto a los lirios, desbordaban colores a un lado de los naranjos y una higuera bellísima. La corona de San Diego con su aroma atrajo a las abejas que tranquilamente convivieron con mi madre y sus afanes de jardinera vespertina.
Más de una vez la vi encajar en su cabellera, arriba de la oreja, la flor de la planta en turno que ayudaba a hacer florecer. Ella me enseñó a chupar el néctar de las maravillas. Y fue mi abuelo Juan Antonio quien mostró cómo tronar en la frente los botones cerrados de las flores amarillas del San Pedro. La lila inmensa, en la infancia, era el soporte de nuestra casa del árbol.
Elisas y margaritas. Geranios y cartulinas. Un listado que sigue: Jazmines y ciruelos. Plumbago y lavanda. Coyoles amarillos y rojos. Buganvilias y girasoles en una esquina; un chinese del tamaño de un arbusto que en el invierno regalaba hojas como incendios. Cada planta que llevaba, era fruto de su alegría. Allí estaba imposible, una papaya que desafiaba al clima del desierto.
Sembró flores para hacer lucir un jacal hecho de maderos a donde iban sus nietas y Enrique Luis, ese retoño que ella crio. La recuerdo con él, moviendo los dedos de su mano, pronunciando unas fórmulas mágicas ante el asombro de Enrique Luis, que no veía cómo caían las casi invisibles semillas de la alfombrilla. Luego de ese hechizo crecían flores blancas rosas y violetas. Él estaba convencido de que mi madre era una maga.
La higuera que plantó en recuerdo del solar de Nadadores, donde ella nació, nos entregaba higos oscuros y dulces. Recuerdo cómo mi abuela Esperanza dejaba secar los higos, subiéndolos al techo de su casa y colocaba una malla para evitar que fueran devorados por insectos o aves. En la casa de mis padres, las avispas eligieron a la higuera para hacer su panal. Y una mañana, al ir mi madre por un higo, atacaron su rostro. La llevamos al hospital. Ella, casi sin poder respirar a causa de la inflamación, seguía sin entender porqué las avispas habían suspendido su pacífica convivencia con ella. Sobra decir que la higuera fue cortada de tajo.
Al hueledenoche llegaban las alondras a cantar de madrugada. Y un cenzontle cada temporada regresaba al mismo sitio. Todavía veo a mi padre sentado en la silla de ruedas pulsando una hermosa grabadora a la que introducía un casete para registrar el acontecimiento. Y allí estábamos, en silencio, escuchando el canto del ave de cuatrocientas voces. Mi padre sumó su aportación a este jardín: el zacatelimón para hacer sus infusiones. Lo cuidaba como el tesoro más preciado, así que iba a regarlo mucho más y mejor que al resto de las plantas. También llevó la sangre de grado, “para el dolor de muelas”. Enrique Luis colocó la semilla de un chabacano que creció muy junto a la banqueta del patio trasero; varias veces comí los pequeños soles dulces y suaves que daba a luz. El limonero era abundante, daba más de los limones que una familia podría consumir, así que también esos se convirtieron en regalos de mi madre.
Rumbo al portón de la entrada, mi madre plantó narcisos y unas flores que ella conocía como llamaradas y que salían por encima de la barda blanca al lado del níspero y los jujubes. Su nochebuena creció enorme y daba flores no solo en invierno: “era la reina de mi jardín”, dice.
Recuerdo que al abandonar la casa de mis padres para estudiar en Saltillo, recibía cartas de mi madre por correo, donde los delicados hilos de la corona de San Diego y sus flores también eran guardadas junto a su caligrafía que, como el simétrico vuelo de un ave, me daba noticias de sus afanes y su amor.
Si avisaba que iba un fin de semana a visitarles, palpitaban velas a ambos lados de la banqueta y la corona de san diego se unía a este recibimiento, pues mi madre la enredaba en las formas de hierro del portón. Llegó hacer una corona natural de esos hilos verdes con sus y flores sonrosadas que puso en mi cabeza.
En las ramas de los árboles frutales, colocaba lunas y estrellas que hacía con papel plateado. También colgaba caracolas, corazones e hileras de campanas que hacían suaves sonidos con el viento.
Al olivo lo plantó al frente de la casa. Recuerdo que mi hija Andrea y Enrique Luis se volvieron cazadores de hormigas para evitar que el olivo en su crecimiento, fuera vencido por los diminutos y aguerridos cuerpos rojos. Todavía pasan los vecinos a pedirle hojas del olivo para hacerse infusiones.
Ese jardín en sus inicios fue huerto, ayudado por las manos de mi abuelo Juan Antonio. Tenía chile serrano, calabacita y ajo. Cilantro, zanahorias y cebollas. Acelgas, lechugas y tomate. Repollo, jengibre y chaya.
Hoy sobreviven los árboles frutales, el romero y algunas flores. Intenté en tres ocasiones repoblar el jardín, pero algo en el viento de la casa había cambiado. Ella estaba triste y con ella ese jardín cerró los ojos. ¿Será posible de nuevo su felicidad? ¿Será posible de nuevo ese jardín?
claudiadesierto@gmail.com