Una historia de futbol o ‘Cuando los hijos se van’
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Este señor de Guadalajara era fanático del Atlas. Ya he dicho que las preferencias futbolísticas de los tapatíos se dividen radicalmente -y a veces furiosamente- entre los rojinegros del Atlas y las Chivas del Guadalajara. El otro equipo, antes los Tecos, nunca fue causa de fanatismo igual. Este señor era furibundo atlista.
Imbuyó, pues, en su único hijo varón el amor que sentía por su equipo. Le llenó el cuarto con banderolas del Atlas y con fotografías de los jugadores; lo llevaba siempre a ver los partidos en que jugaba el Atlas; le hablaba de la gloriosa trayectoria del equipo, le contaba anécdotas que oyó en su niñez y juventud, todas en torno de los colores rojo y negro.
Así pasó su infancia el niño, bajo la aureola del Atlas. Pero creció, y se hizo aborrecente, que es otro modo de decir adolescente. Ya se sabe que en esa edad comienzan las rebeldías ante toda autoridad, sobre todo ante la autoridad paterna. Entonces el chico se decidió a trazar fronteras entre su padre y él. Y una de las primeras fronteras que trazó, y la más fuerte y decisiva, fue la que se refería al futbol.
El muchacho tenía amigos, y todos eran seguidores de las Chivas. Empezó a ir con ellos al estadio, ya no con su papá. Supo de la gran tradición del legendario equipo, de sus sonoros triunfos en los clásicos ante el América. Y de la noche a la mañana se volvió guadalajarista, así como antes había sido atlista por influencia de su padre.
Un buen día quitó de su habitación toda la parafernalia del Atlas y la sustituyó por la del Guadalajara. En vez de las banderolas rojinegras atlistas puso grandes banderas azules y blancas de las Chivas, y colocó en lugar de honor los retratos de los jugadores del equipo.
Cuando ese día su padre llegó a la casa el muchacho le dijo:
-Padre: quiero hablar contigo.
El señor se inquietó. Supuso que su hijo se había metido en problemas con alguna muchacha, o que había decidido abandonar la escuela. Tembló al pensar que el muchacho anduviera metido en cosas de la droga, o que trajera líos con la policía.
Eso no era nada, sin embargo, comparado con lo que el muchacho le dijo tras una larga pausa de suspenso:
-Papá: quiero decirte que ya no soy del Atlas. Ahora soy Chiva.
Palideció el señor al oír aquella tremendísima revelación. Se le hizo un nudo en la garganta, y la frente se le perló con un sudor de angustia.
-Hijo mío -le dijo con acento tribulado, lleno de congoja y de dolor-. Mejor me hubieras dicho que eras puñal.
Desde luego no se podía esperar mucha comprensión de este hombre. Era macho mexicano según la antigua usanza; no tenía la educación que se requiere para adquirir esa tolerancia que nos hace respetar la preferencia sexual de cada quien, y apoyar a ese cada quien, sobre todo si es nuestro hijo o nuestra hija, ante la torpe hostilidad de los demás. Conté esta anécdota tal como la oí en sabrosa conversación de sobremesa allá en Guadalajara, donde hay dos temas principales de conversación: uno es el futbol y el otro también.