Una utopía para caminar, contra la corrupción como parte de la cultura en el país
COMPARTIR
TEMAS
Si tuviéramos políticos con la autoridad moral de Tomás Moro, otro gallo le cantaría a México
En México vivimos tiempos aciagos, la mayoría de los mexicanos seguimos observando el ofensivo despilfarro de muchos gobernantes. Casi a diario nos percatamos de noticias que ponen al descubierto inmensas riquezas mal habidas de innumerables políticos y “servidores” públicos. El descrédito es inmenso.
En el ámbito del emprendimiento, un estudio de Álvaro Rodríguez Arregui y Anette Urbina Gamboa, encontró que el 63 por ciento de los emprendedores encuestados están de acuerdo o totalmente de acuerdo en que la corrupción es parte de la cultura de negocios en México. El 57 por ciento también afirmó que esta práctica les afecta en la operación diaria de su empresa.
Las cifras no mienten: según Transparencia Internacional en 2019, México obtuvo la posición 130 de 180 países evaluados.
Desgraciadamente, México sigue siendo el país peor calificado entre los integrantes de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, se encuentra ¡en la posición 36 de 36 países miembros!
COLOSAL RETO
La corrupción y la impunidad son del mismo color, huelen a lo mismo, son putrefacción total. Ofenden por igual. Esta realidad aunada a la violencia, la pobreza y la desigualdad, así como a los graves problemas sociales que padecemos, pone a nuestro país en una situación muy delicada.
Los riesgos y problemas sociales todos los días se radicalizan y, desgraciadamente, existe una clara incapacidad del Estado para resolverlos adecuadamente. La gobernabilidad se ha puesto en entredicho.
Ante esta complejidad el reto es colosal, por ello México requiere de una extraordinaria capacidad de innovación y visón de futuro, pero sobre todo de personas honestas en el Gobierno, que tengan claro la responsabilidad que los obliga ante la nación.
FIEL SERVIDOR
Las últimas palabras de Tomás Moro al subir al patíbulo fueron: “Soy un fiel servidor del Rey, pero primero de Dios”. Hoy requerimos que las personas que nos gobiernan no sucumban ante su propio poder, o el de sus superiores, que se perciban como servidores, que comprendan esas palabras que le brindaron a Moro luz para su conciencia y valentía en sus decisiones, precisamente en los momentos más difíciles de su vida: “el hombre no puede ser separado de Dios, ni la política de la moral”.
Requerimos políticos y servidores públicos como Tomás Moro: íntegros, dignos de sus oficios, que vivan el valor de la conciencia moral y que actúen en consecuencia, que sean éticos, que en ellos prive la verdad y la honestidad.
EL VALOR DE LA CONCIENCIA
El 31 de octubre del 2000, Tomás Moro fue proclamado “patrono de los gobernantes y de los políticos”. ¿Por qué se escogió a un hombre del siglo 16 para proponerlo como modelo actual para aquellos que trabajan en el ámbito de la política? Tal vez pocos sepan la razón de tal decisión.
Tomás Moro nació en Londres en el año 1478, durante toda su vida se distinguió porque supo compaginar su vida interior con una absoluta escrupulosidad en sus obligaciones profesionales y políticas. Su prestigio fue tal que llegó a ser Canciller del Reino.
Lo actual de Moro continúa siendo “su pensamiento y su coherencia moral, especialmente en la defensa de su derecho a actuar según su conciencia, lo que le llevó a un proceso que le privó de cargo, rango y honores, propiedades y su propia vida”.
Su verticalidad y honestidad fueron intachables; de hecho, cuando el Rey Enrique VIII, solicitó al Papa la anulación de su matrimonio, Tomás se opuso; sin embrago el Rey, gracias a sobornos, consiguió la anulación de su matrimonio con Catalina de Aragón, razón por la cual Tomas Moro renunció a su cargo, a sabiendas de la venganza del Rey.
Moro también se negó a firmar el Acta de Sucesión y de Supremacía, que proclamaba al Rey cabeza de la Iglesia Anglicana y por ende su independencia de Roma.
ANTE TODO
Su negación fue rotunda: “En mi conciencia, este es uno de los puntos en que no me veo constreñido a obedecer a mi príncipe, ya que, a pesar de lo que otros piensen, en mi mente la verdad se inclina a la solución contraria… Tenéis que comprender que en todos los asuntos que tocan a la conciencia, todo súbdito bueno y fiel está obligado a estimar más su conciencia y su alma que cualquier otra cosa en el mundo”.
Esas palabras encierran “el fundamento de la noción de objeción de conciencia, tal y como la conocemos en la actualidad y de la cual Moro fue un pionero: el Derecho no puede ordenar cualquier cosa. Existen límites que debe respetar. El Estado no puede obligar a los ciudadanos ni, aunque la decisión emane de un Parlamento, a realizar acciones injustas o que agredan gravemente la conciencia de estos”, en palabras de Moro, “si yo fuere el único en mi bando y todo el Parlamento se colocara en el otro, me sería muy doloroso, pero seguiría mis propias ideas contra las de tan elevado número”.
Esta posición lo lleva a la corte. Moro es injustamente juzgado y encerrado en la Torre de Londres por un largo periodo de tiempo padeciendo inhumanas restricciones; ante esto sus amigos le piden, le suplican, que firme la mencionada acta, que ceda, que disimule y se ponga del lado del Rey, pero su conciencia no se lo permite, por tanto, prefiere morir antes de traicionar sus principios.
Así lo expresa Javier Aranguren: “Tomás Moro junto con Juan Fischer murieron en las corrientes de las pasiones humanas, una monarquía omnipotente, la cobardía de tantos y el valor de unos pocos”.
HIEL Y VINAGRE
Poca gente conoce que Moro tenía un sentido del humor sorprendente. Como ejemplo un botón:
Se sabe que el Rey le prohibió hablar, porque conocía lo que era capaz de provocar en la gente, pero Moro, con su característico humor, se salió con la suya, como lo comenta Martín Descalzo: “el 6 de julio de 1535 se le comunicó que nueve horas más tarde le cortarían la cabeza, se limitó a dar las gracias… Y caminó luego serenamente y sonriendo hacia el patíbulo. Cuando una mujer le ofreció un jarro de vino, lo rechazó amablemente diciendo: ‘A mi Señor le dieron hiel y vinagre, no vino’. Y un momento después, al comprobar que los peldaños del cadalso estaban mal claveteados y se bamboleaban, pidió a uno de sus acompañantes: ‘Por favor, ayúdame a subir. Para bajar ya bajaré yo solo’. Y aún tuvo el coraje de animar a su verdugo que estaba impresionado: ‘Haz acopio de valor, muchacho. Y no temas cumplir tu oficio. Mi cuello es muy corto, así que procura asestar bien el golpe, no vayan a creer que no conoces tu oficio’. Y él mismo se vendó los ojos, puso la cabeza sobre el tajo y se detuvo aún para colocar bien la barba, no fuera cortada por el hacha, mientras aún comentaba: ‘La barba no ha cometido delito alguno de lesa traición’. Esa fue su muerte, porque esa había sido su vida”.
Lo destacable es que Tomás “supo burlarse de sí mismo y colocar sus asuntos, su propia muerte, bajo la lente de lo absurdo”.
¿PARA QUÉ?
Estoy de acuerdo con Peter Berglar: “Moro con la fuerza de su conciencia, fue capaz de no negar su fe y, con la fuerza de su fe, fue capaz de obedecer a su conciencia hasta la muerte”.
Si tuviéramos políticos con tal autoridad moral, con la coherencia del tamaño de Moro, con voz en sus propias conciencias, otro gallo le cantaría a México. Pero para eso se necesitan agallas y, sobre todo, una sociedad valiente, actuante y demandante de transparencia, de integridad y de honestidad a toda prueba.
¿Propongo una utopía? Quizás, pero confío y concuerdo con Eduardo Galeano: “La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Entonces, ¿para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar”.