Vacar, vagar y vaciar
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La pausa, el receso, el fin de semana, el tiempo vacacional.
Todo es ese tiempo maravilloso en que hay relajamiento, distensión, desconexión. Tiempo en que todo es diferente, nuevo y sorprendente. En que la atención se va hacia lo pequeño, lo cercano y lo inmediato. En que se subraya la actitud sobre cualquier circunstancia. Todo causa regocijo y se sonríe a cualquier realidad.
Sólo queda la actitud del encuentro en la proximidad y la interacción. Se cambia el simple ver por el mirar. Se aviva la percepción. Se disfruta lo que se ve, lo que se oye, lo que se huele, lo que se saborea y lo que se toca. Se descubren las bellezas escondidas y se eleva la pirotecnia de la sorpresa, la admiración y el agradecimiento en cada momento vacacional.
No se requiere lo grandioso y lo extraordinario. Esa hormiga que lleva esa hoja verde como una vela izada para la navegación de sus pasos. Esa nube espumosa, blanca y translúcida que parece estacionada en su vaporosa serenidad viajera. Ese canto escondido de paloma enamorada. Y hasta la piedra que en sus trazos publica su historia geológica. Cada criatura parece conjugar el verbo existir con su nota peculiar en el concierto cósmico.
Se respira un aire más puro y la vida vegetal regala formas, tamaños y tonalidades en una variedad espléndida. Aquella punta de ciprés vaiveneante en la lejanía y más allá, en el horizonte, la cumbre en que se adivina la paz de su altura en éxtasis de ascensión. Los intrépidos pájaros del atardecer exhiben su destreza en ágiles giros y descensos de vértigo. La flor silvestre abre su corola enjoyando el matorral. Y allá, en la lejanía sideral, cintilan los parpadeos de la primera estrella que adelanta la noche aún ausente.
Todo eso es vacar. Pero para muchos la pausa veraniega es vagar. Escoger un itinerario en que lo importante no es llegar sino pasar. Estreno interminable de paisajes desérticos, boscosos, de paralelos sembradíos o de aguas de ríos, presas, lagos y mar. Y visitar los poblados mágicos de calles empedradas y rojos tejados con sus artesanías y sus bocadillos típicos o sus frutas de región. En ambiente de constante aventura se disfruta todo lo imprevisto y se cambian rumbos o se prolongan estancias. Es una vagancia placentera en que hay encuentros humanos en que la sencillez pueblerina y la hospitalidad generosa se unen a vivaces charlas de historias y anécdotas para recordar.
La vacación de vaciar no es ya tanto vacar o vagar sino de vaciar la mente de pensamientos tóxicos, vaciar el cuerpo de tensiones o inmovilidades con un ejercicio de aire libre y movimientos inusuales. Conjugar verbos como correr, saltar, nadar, escalar, no dormitar sino dormir. Vaciar la imaginación de fantasmas habituales, vaciar la voluntad de inseguridades y temores, de desaciertos y torpezas con un entrenamiento de momentos victoriosos.
La vacación del percibir, la vagancia del andar trashumante, la sana vaciedad de despojarse de todo lo que sobra en lugar de querer tener más, es tiempo humanizante, sin fatigas ni despilfarros, sin malestares por excesos ni desavenencias relacionales.
La mejor pausa vacacional es la que devuelve al vacacionista a su lugar y a su tarea sin ninguna queja ni malhumor, sino con el entusiasmo de estrenarlo todo desde su mejor actitud existencial...