Vidas al límite 2/3
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Hubo un tiempo, de hecho hace apenas lustros, tiempo en el cual la gente se vestía para vivir, no para morir. Era gente con estilo y galanura. Gente bien vestida y bien nacida. ¿Cuándo se jodió o se perdió lo anterior? No lo sé del todo o exactamente, pero ha sido un proceso lento y asfixiante de desmoronamiento del ser humano no sólo en México, sino en el mundo todo. Salvo algunas ínsulas, vaya, pero el proceso de cosificación ha sido inexorable. Todo mundo se viste igual (sobre todo los jóvenes, esos llamados “millennials”): desgarbados, sin lustre; van por la vida vestidos para la derrota y la mediocridad compartida. Quien lo puede explicar a ciencia cierta es mi nueva compañera en VANGUARDIA, Rosa Claudia Rodríguez, quien los viernes tiene una columna sobre moda titulada “La moda en rosa”. Licenciada en mercadotecnia y comunicación por el ITESM, imagino, ella tiene muy domado y estudiado este territorio.
¿Cuándo empezamos a vestirnos con harapos, en una especie de “lumpenaje” cotidiano y primitivo? No lo sé exactamente, pero tuvo mucha influencia en este deterioro aquella moda llamada “grunge” (1993 en adelante); si, cómo la música, la cual se originó en un local de tocadas con el mismo nombre en Seattle. Iconos fueron o son “Nirvana” de Kurt Cobain, Courtney Love, Marc Jacobs, Steven Meisel, Anna Sui y un largo listado. Esta “moda” fue una especie de movimiento contracultural y una “respuesta” al rollo “yuppy”, estética la cual dominó los años 80 y 90 del siglo pasado. ¿Cuál fue esta “moda” la cual aún hoy padecemos visualmente con las parvadas de jóvenes en las calles y centros comerciales? Los “mille
nnials” se visten con varias capas de ropa encima, no pocas veces con gorros o casullas sobre sus pelos en rebeldía (imagine usted el calor sofocante aquí en el desierto), se ponen pantalones rotos, playeras (dos o tres, de diferente color); encima de todo, una camisa de cuadros por lo general, un sweater anudado a la cintura; botas rotas y claro, todo ello comprado en tarimas de ropa de segunda y tercera mano: aspecto dicen los de la “moda”, desaliñado. Puf.
“Maquíllate y ponte un disfraz”, le ladró el productor Mack Sennett a un joven llamado Charlie Chaplin, antes de rodar su segunda película en 1914 (“Carreras Sofocantes”) en Estados Unidos. Es entonces cuando el joven genio de la pantomima, más un funámbulo y no actor, va y se enfunda lo más a la mano, pero con sentido de estética, cómico y a la vez ridículo: un chaqué o saco ajustado a su cuerpo, chaleco, pantalón muy amplio, unos zapatones, sombrero de bombín, corbata de plastrón y un bastón… Y ojo, creo que usted lo intuye o lo sabe: no había guión. Vea usted “Carreras sofocantes”, todo, todo lo improvisó Chaplin y así se grabó y así quedó para la historia.
ESQUINA-BAJAN
Sí señor lector, había nacido un icono del siglo 20 y para el resto de la eternidad: Charlot, el vagabundo de Charles Spencer Chaplin (1899-1977). Se lo conté la columna pasada: en viaje de fin de semana y de ocio a Guadalajara, y engullido por mi cómodo asiento en el autobús, pulsé la pantalla plana y apareció un documental de producción francesa y belga. Se llamaba “Chaplin”, le puse “play” y caray, ha sido mi reencuentro con ese genio inglés el cual se avecindó en EU, sólo para ser exiliado y hasta su muerte, por esos parias ultraconservadores gringos, quienes le acusaron de “comunista” en aquella etapa oscura (Estados Unidos siempre es oscuro, pero hay hasta gente en Saltillo los cuales celebran… ¡el día de acción de gracias gringo! Y no es broma) de la famosa cacería de socialistas.
El hábito no pocas veces si hace al religioso, al monje. Charlie Chaplin (Charlot) es un personaje-vestimenta eterno, icónico y tatuado en la memoria de la humanidad, por esto es inimitable. Sus zapatones, su estilo inigualable de bailar con ellos hacia afuera o bien, derrapar en giro increíble sobre ellos y claro, aquel guiño de fantasía: tirar su colilla de cigarro por detrás del hombro y darle justo antes de caer una patada y sin mirar… su levita ajustada a su enjuto cuerpo, sus pantalones de varios hilos, grandes y descomunales para él; su bastón (un elemento expresivo, una extensión de su misma personalidad: con él molestaba a sus rivales, se dormía encima, lo movía en círculos, lo arrastraba…) y claro, su bigotillo apenas entintado, el cual hacía las delicias de todos al bailar sobre sus labios. Hoy, toda esta galanura y genio se ha perdido o está a punto de evaporarse.
Por el documental el cual disfruté harto en el autobús pollero con destino a Guadalajara, decidí ver en mi arcaizado DVD las películas las cuales atesoro de Chaplin. Y sobra decirlo, en su momento, cuando fui joven, tuve que ir a la Ciudad de México a ver ciclos completos de Chaplin. ¿Aquí? Aquí era imposible ver este tipo de cine. Verdaderas obras maestras son “Tiempos Modernos”, “The Tramp”, y la inconmensurable “El Gran Dictador”, amén de un carrusel de aquellos cortos o películas de entre 10, 15 a 20 minutos con los cuales se dio a conocer. ¡Caray, una maravilla! Y nada mal, nada mal para un hijo de estirpe dickensiana. Es decir, usted lo sabe, a Charlie Chaplin y su hermano Sidney, su padre los dejó en el olvido por irse a actuar y beber hasta morir. Su madre enloqueció y murió en un sanatorio para enfermos mentales. Los niños se hicieron a sí mismos. ¿Lo notó ya estimado lector? Igual a la vida del gran escritor Charles Dickens, igual a la vida de la cantante Edith Piaf, igual a la vida de la cantante Amalia Rodrigues, la lusitana creadora del fado portugués… El genio nació de la miseria, la desolación, la angustia y la precariedad.
LETRAS MINÚSCULAS
El pequeño vagabundo, Charlot, luce mejor vestido hoy, a 104 años de su aparición pública. Continuará el jueves…