La regla ausente
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En los próximos días entrará en circulación el libro La regla ausente. Democracia y conflicto constitucional en México (2010, Gedisa, Editores). La única justificación de escribir sobre este trabajo de mi autoría se
halla en que estas páginas de EL UNIVERSAL han sido uno de los laboratorios de prueba de las ideas que contiene.
La democratización de México ha estado sustentada en la voluntad mayoritaria de dejar atrás un sistema político en que la arbitrariedad, la impunidad y el autoritarismo fueron la marca de la vida nacional durante más de 70 años. La sociedad mexicana ha cambiado y, a pesar de vientos y tempestades, se afirma en el deseo de edificar un nuevo sistema fundado en la democracia y la legalidad como únicas fuentes de legitimidad.
De ahí que el proceso político de la última década esté marcado por una doble pauta, contradictoria pero resoluble, entre la transformación de las reglas de acceso al poder y las de su ejercicio. Hoy, las primeras se fundan en valores y criterios democráticos; en el respeto al sufragio, en las libertades cívicas y políticas y en la competencia política entre partidos políticos para distribuir el poder de gobernar de acuerdo con los votos.
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Las segundas, en cambio, no han sido modificadas en sus aspectos medulares para adaptarlas a los valores de la democracia. El ejercicio del gobierno en nuestro país está marcado por la permanencia de las disposiciones constitucionales introducidas entre 1928 y 1933 por el caudillo triunfante de la revolución, Alvaro Obregón y su epígono Plutarco Elías Calles. En aquellos años, ambos personajes y sus seguidores operaron en el Congreso de la Unión una cirugía mayor de la Constitución de la República de 1917 mediante la cual nulificaron la independencia del Poder Judicial, el municipio libre, la división de poderes y el federalismo, es decir, todo aquello que podría haber caracterizado el ejercicio democrático del poder. Así constitucionalizaron el autoritarismo.
Ambos tipos de reglas del juego político coexisten en la Constitución vigente, hoy, cuando ya no hay justificación para que así sea. Esa coexistencia es una contradicción moral y política irresoluble mientras no cambien las que regulan el ejercicio del poder de gobernar.
Las lógicas de acción colectiva que estas normas imponen a los ciudadanos y a los actores políticos contradicen el espíritu y la finalidad de la democracia. Si bien los ciudadanos pueden elegir a sus gobernantes y otorgarles el poder de regirnos, el entramado de los gobiernos es contrario a la rendición de cuentas, a la transparencia, al cumplimiento de las demandas de servicio público como principio de organización y funcionamiento del Estado.
El viejo sistema autoritario ofrecía una conjunción coherente de reglas autoritarias por las que, una vez aceptada la cooptación por quienes participaban mayoritariamente en el juego político, daba por resultado un balance a favor dela cooperación política, en la cual los participantes conseguían recompensas superiores a las posibles pérdidas.
En cambio, en la situación que hoy prevalece ocurre lo contrario: hay incentivos para la competencia político-electoral, pero se carece de ellos para un ejercicio digno y virtuoso del gobierno. La competencia política se extralimita y continúa en el cálculo y definición de las políticas públicas, en la hechura de las leyes, en su aplicación, en la procuración de la justicia y en su impartición. No se trata de competir para ver quién ofrece mejores resultados al ciudadano, sino de quién consigue mayores espacios de poder obstaculizando la capacidad de servicio de los adversarios.
La preferencia democrática por el sufragio efectivo, conseguida penosamente, pero conquistada al fin y al cabo, es traicionada por las reglas que el sistema impone en los gobernantes, so pena de quedarse fuera del juego. De ahí que en nuestra realidad política actual sea preferible desertar por conveniencia propia en lugar de cooperar para el servicio público.
Esta contradicción entre acceso democrático al poder y su ejercicio a la antigüita no se puede resolver en una gobernanza democrática más que adecuando las disposiciones constitucionales de modo que induzcan en la conducta de los gobiernos y poderes del Estado la prelación del interés ciudadano sobre el de los partidos, los políticos y los "poderes fácticos". No es una tarea sencilla ni objeto de recetas simples. Como en 1928-1933 se trata de operar una cirugía mayor sobre el paciente.
Pero para proceder en esta dirección se necesita introducir en la lógica de nuestra constitucionalidad el fundamento de la democracia: la soberanía del ciudadano sobre todo poder constituido políticamente. Las fórmulas posibles se exploran en el texto mencionado, pero lo fundamental es el principio: adecuar la lógica del gobernar a las preferencias ciudadanas y no a la inversa, al modo convenenciero de políticos y partidos que alienta la impunidad y corroe la democracia.
Francisco Valdés Ugalde
(Investigador del IIS de la UNAM)
EL UNIVERSAL
Comentarios: ugalde@unam.mx