El lado oscuro del progreso: Los problemas de un mundo desarrollado
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Madrid.- Una humanidad en continuo desarrollo hacia una sociedad perfecta, guiada exclusivamente por la razón y con todos sus ciudadanos integrados y felices: Es el sueño del progreso forjado por la Europa ilustrada del siglo XVIII, que se condensa en la pregunta que hacia fin de siglo se hacía uno de sus padres, el filósofo francés Condorcet: "¿Hemos llegado al punto en que ya no tenemos que temer nuevos errores ni la vuelta de los antiguos?".
La idea de progreso cobró nuevo ímpetu con el positivismo del siglo XIX, pero sufrió un fuerte varapalo a comienzos del XX con la Primera Guerra Mundial y terminó de desmoronarse a mediados de siglo con la Segunda.
Sin desmerecer los avances del mundo moderno, hoy parece una evidencia que el progreso no sólo ha sido incapaz de superar algunos antiguos males (el racismo, la violencia de género, el hambre), sino que además les ha dado nuevas formas y herramientas (el estudiante que ingresa armado a su escuela y abre fuego contra sus compañeros).
Y lo que es más curioso: el mismo desarrollo ha inventado sus propios males exclusivos de países ricos, como el estrés infantil, la adicción a los medicamentos o problemas tan inimaginables en el tercer mundo como el "estrés posvacacional".
"Hay que verlo históricamente. Cada época tiene sus males", explica a dpa la socióloga Magdalena Díaz Gorfinkiel, de la Universidad Carlos III de Madrid. Y éstos se desprenden de las propias innovaciones históricas en cada periodo.
En el caso actual, "el desarrollo tecnológico ha traído cierta despersonalización o inmediatez. Y por lo tanto aislamiento o abandono (por ejemplo en el caso de muchos ancianos) o la insatisfacción asociada a relaciones más rápidas y superficiales".
"Otra novedad, la globalización de la información, deriva por momentos en una constante búsqueda por saber qué pasa en otro lado y ser como allí. El hiperdesarrollo ha generado una cultura de satisfacción permanente, de ocio obsesivo".
Acaso el concepto más ajustado para definir esta nueva sociedad sea el de "liquidez". El sociólogo polaco Zygmunt Bauman lo acuñó para describir la forma de vida actual, en la que nada puede mantener su forma ni su rumbo durante mucho tiempo (como un líquido).
La velocidad y la indeterminación del mundo moderno es tal, que cualquier experiencia pasada resulta inútil y el único conocimiento válido es el de saber desprenderse de las cosas que, apenas conseguidas, son ya obsoletas o anticuadas.
En una cultura consumista, esto se aplica por supuesto al sinfín de objetos en los que depositamos nuestras esperanzas de mejora, si bien su consumo, lejos de satisfacer una necesidad, suele crear otra nueva.
Pero también vale para los propios seres humanos, convertidos ellos mismos en objetos de consumo, susceptibles de perder utilidad (atractivo, encanto, poder de seducción) y bajo perpetua amenaza de ser "retirados del mercado". La vida líquida es también la del terror a la caducidad, a convertirse en deshecho. Y por eso exige una autocrítica obsesiva vinculada a algunos trastornos alimentarios.
Acosada por esa insatisfacción vital y por la absoluta inestabilidad que genera vivir en un mundo líquido", la sociedad moderna busca compensarse con una obsesión por la seguridad, otro de los males propios del desarrollo.
El terror al diferente, la proliferación de barrios cerrados y sistemas de vigilancia, el retroceso del espacio público y la boyante industria de invención de nuevos terrores (y la consecuente venta de métodos para protegerse de ellos) son algunas de las consecuencias.
Un panorama bien diferente del que imaginaban los optimistas de la Ilustración. Para Bauman, "en lugar de grandes expectativas y de dulces sueños", la idea de progreso evoca hoy "un insomnio repleto de pesadillas en las que uno sueña que 'se queda rezagado'".
Y aun así, constata Díaz Gorfinkiel, "la mayor parte de la gente en Europa sigue creyendo en algo parecido a esa idea, en un avance progresivo e imparable del Occidente desarrollado". Acaso la pregunta en cuestión sea: ¿qué es y cómo se mide el desarrollo de una sociedad?
La respuesta más aceptada se encuentra en el Indice de Desarrollo Humano (IDH) que elabora Naciones Unidas. El indicador combina variables como educación, esperanza de vida y PIB per cápita para establecer la calidad de vida de una sociedad, entendiendo esa calidad como la cantidad de opciones y recursos que tiene una persona para hacer lo que quiera hacer.
El índice es encabezado por Islandia, Noruega y Canadá. España aparece en el puesto 16 y los primeros latinoamericanos son Chile (en el 40), Argentina (46) y Uruguay (47).
La organización británica New Economics Foundation (NEF), sin embargo, ha ideado una forma de medición alternativa. Su "Indice del planeta feliz" aspira a clasificar la satisfacción de las sociedades midiendo no sólo su riqueza, sino también aspectos como su cultura, gastronomía, esperanza de vida o impacto ecológico.
La lista aparece liderada por Costa Rica y ampliamente dominada por América Latina, que ocupa nueve de los diez primeros puestos. España aparece en el 76 y Estados Unidos en el 114. Los líderes del IDH de la ONU quedan aquí relegados al puesto 94 (Islandia), 88 (Noruega) y 89 (Canadá).
La sorprendente diferencia de apreciación entre ambas visiones abre diversos ámbitos de debate y hace aun más interesante el ejercicio de volver la mirada sobre aquellos aspectos del desarrollo menos "promocionados", comprender sus causas y examinar su alcance, ante problemáticas como la obsesión por el cuerpo, el abuso de medicamentos, el tratamiento y la responsabilidad de jóvenes y ancianos o la violencia contra las mujeres.