Al toque de la una
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A mí me asalta la belleza en cada vuelta de la esquina. Y soy muy esquinero. Se me aparece de pronto, y me acaricia el alma, y ahí me deja un pequeño pedazo de sí misma para que lo conserve yo, y lo ponga a las veces en mi mano, y me deleite en su contemplación.
Una noche, ya hace muchas noches, fue de bohemia para mí. A la música de la amistad añadimos esa vez la de antiguas canciones de Guty y Tata Nacho; de doña María Joaquina de la Portilla y Torres -que así se llamaba María Grever-, de Lara y Pardavé.
De pronto Ramón empezó a cantar los versos de una balada de amor y muerte que reconocí al instante. La última vez que la había escuchado fue hace 40 años, pero bastaron las primeras líneas para que aquel guijarro pequeñito, olvidado en el poso del alma, brillara otra vez con el fulgor de la primera luz. “Al toque de la una” se llama esa balada dolorida. La escribo ahora para que su belleza triste brille también para ti que lees esto.
Al toque de la una.
-¡Qué linda está la noche,
llena de estrellas!
Ábreme la ventana,
que yo la vea.
-No, hija de mi vida;
tú estás enferma,
y el frío de la noche
matarte pueda.
Abajo de la cama
aúlla el perro.
Y al toque de la una:
-¡Madre, yo muero!
-No, hijita de mi vida;
no digas eso.
Tú estás amejorando.
¡Ven, dame un beso!
-Si viene Jorge a verme
después de muerta,
no lo dejes que pase;
cierra la puerta.
Pues Jorge no me quiere;
quiere a Dolores,
y a mí sólo me basta
que tú me llores.
Vendrán mis amiguitas
al cuarto mío;
y ahí verán mi rostro
pálido y frío.
Vendrán mis amiguitas
a traer flores.
Vendrán todas, ¡toditas!...
menos Dolores.
¿Verdad que es muy triste esa canción? Quizá por eso es tan bella.