Café Montaigne 225
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Advertencia: hoy debería tocar aquí, “Hablemos de Dios”, pero lectores atentos me han pedido que termine la saga, el tríptico donde estamos abordando al novela “Santa”. En honor a dicha petición, cumplo con ellos. Ya luego terminando esta saga, retomaremos a ese inasible Dios.
El escritor, diplomático, traductor y dramaturgo Federico Gamboa, vivió 75 años sobre la tierra (1864-1939). Suficientes para dejar una obra eterna y sobre todo, el haber vivido él a plenitud, a sus anchas y sin faltar periodos de miseria y de bonanza. Eso llamada vida. Vida real, no virtual. Mientras los jóvenes de hoy se avinagran frente a la pantalla plana de su teléfono “inteligente” (la llamada “Generación de cristal”, muchachos los cuales sus edades van de los 18 años a 29 años), hubo buenas épocas en años pretéritos. Buenas épocas, las cuales hoy se consideran imposibles y lejanas.
Lea: a escasos seis meses de cumplir apenas 29 años de edad, el maestro Gamboa ya había vivido en la ciudad de México (donde nació y murió), Nueva York, París, Guatemala, Buenos Aires, amén de lo anterior, ya había conocido por azares de viajes y recuas del destino y transbordos en barco y trenes, ciudades como San Francisco, Montevideo, Río de Janeiro y Londres, Inglaterra. Le recuerdo la edad cumplida: 28 años sobre la tierra con las comunicaciones de transporte de aquellos años las cuales posibilitaban el nutrir los sentidos: nada inmediato, todo con tiempo y demoras.
Me he metido en este tema de revisar la vida (aunque sea someramente) y obra del maestro Federico Gamboa por haber conocido en un restaurante de Monterrey de media tabla, a una guapa camarera de pelos tiesos, mirada limpia y gafas de poca graduación la cual dijo llamarse primero “Sandy” para luego y por mi insistencia, me dijo su nombre real: Santa García T. Nombre es destino. No siempre, claro. ¿Es una posición boba, torpe y estúpida de mi parte el pensar semejante cosa. ¿Es una cosa de determinismo darwiniano en materia semántica? No lo sé, pero si influye y mucho en la vida.
Somos nuestros alimentos, somos nuestros libros y música escogida en el tráfago de la existencia. También somos y representamos a cabalidad nuestro nombre. Antes, mucho antes de las “selfies” baratas de las redes sociales las cuales todo lo pudren y lo devastan; antes, mucho antes de hacer de la vida privada un evento y espectáculo público en el minuto a minuto vía Internet (ejemplo, la “beauty blogger”, la Gobernadora, Mariana Rodríguez, la cual tiene 1.9 millones de seguidores y no tiene ni la más puta pinche idea de los asaltos y violencia extrema en la avenida emblemática la cual arde de día y noche: la mítica Calzada Madero y sus nidos de prostitutas y padrotes), hubo un maestro de la vida y de la pluma el cual dio cuenta de su vida privada y la elevó a categoría de literatura: Federico Gamboa.
Esquina-bajan
El maestro Gamboa, digamos, hizo un “striptease” en 1893 de proporciones continentales. Con 29 años en sus hombros, pero ya con dos novelas editadas y siendo miembro de la Real Academia Española, publicó en Buenos Aries un libro de memorias portentoso, tan portentoso, bueno y arrebatado hasta el día de hoy, el cual se lee como novela, se disfruta como un texto de viajes y aventuras y sigue siendo motivo de tertulia y escándalo: “Impresiones y recuerdos.” Es decir, eso llamado vida y literatura. Un temblor en los labios y en el espíritu. No más, no menos.
Somos tal cual nuestro alimento. Somos definitivamente nuestro lenguaje. Reflejamos en nuestro cuerpo, en nuestro organismo cotidianamente aquello con lo cual nos alimentamos y aquello lo cual expelemos de nuestra boca. Por algo dice la Biblia: “de la abundancia del corazón habla la boca...” Lucas 6:45. ¿Entonces también influye en nuestro trajín diario cómo nos llamamos? Sin duda, sí. Tengo una amiga regiomontana, tiene tres niños. Uno se llama Brayant (no Bryant), otro se llama Halan (no Alan) y la niña se llama Escarlet (no Scarlett). Así las cosas de la grafía del registro civil y de su madre al escogerles nombre. No es broma.
Con 29 años, el maestro Gamboa publicó “Impresiones y recuerdos”, es decir, sus memorias hasta esa edad donde ya se ha vivido a todo tren y aprisa, pero también, una edad donde se puede paladear aquello vivido y se deja por escrito. Luego pasar a esa etapa llamada madurez. Insisto, a los 28-29 años, Gamboa ya era maestro. Un monstruo unido igual a él a la eternidad, Rubén Darío, en su autobiografía lo deja por escrito: “Fui invitado a las reuniones literarias que daba en su casa don Rafael Obligado (en Buenos Aires). Allí concurría lo más notable de la intelectualidad bonaerense. Se leían prosas y versos... Allí me relacioné con el poeta y hombre de letras doctor Calixto Oyuela... (Y) con Federico Gamboa...”
Decía Jorge Luis Borges (lo gloso, no tengo en la memoria la cita textual): para ser escritor, primero es necesario tener nombre de escritor. En la novela “Santa”, cuando la protagonista se presenta ante una de las madrotas del burdel, la cual se llama Pepa, le espeta: “–Me llamo Santa– replicó ésta con la misma mortificación con que poco antes lo había declarado al cochero. Eso, eso es, Santa –repitió Pepa riendo–, ¡mira que tiene gracia!... ¡Santa!... sólo tu nombre te dará dinero, ya lo creo; es mucho nombre ese”... Luego: “¡Santa! ven a beber con el general... a la par que el general y sus acompañantes reían del nombre de Santa, suponiéndolo fingido...”
Letras minúsculas
¿Nombre es destino? ¿Una Santa en el burdel pasa sin mancharse sus alas y sus labios? Viene un texto más.