De los tiempos pasados
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Se suele decir, usando mal la frase de Manrique, que todo tiempo pasado fue mejor. Con mucha ligereza se dice eso. La verdad es que, bien vistas las cosas, casi todo tiempo pasado fue peor. Hay quienes piensan, por ejemplo, que la época de nuestros abuelos y bisabuelos fue dechado de moralidad. No hay tal: en ese sentido el ayer es muy parecido al hoy, y seguramente muy similar al mañana.
La paz porfiriana hizo que florecieran los vicios de la paz. La seguridad en los caminos fue causa de que otra vez tuviera auge el comercio. El acabamiento de las guerras permitió que de nueva cuenta los campos fueran cultivados y que las minas volvieran a dar fruto. La consecuencia de todo eso fue el dinero. Y el dinero trajo consigo el ocio y la búsqueda del placer.
En 1877 había aparecido un reglamento permitiendo la existencia de casas de juego. En menos de medio año surgieron 100 de esas casas tan sólo en la Ciudad de México. Las hubo para todos los gustos y -como dicen- al alcance de todos los bolsillos. Había casinos para los potentados, donde se jugaban a la ruleta fortunas muy considerables, y había cuchitriles para los pobres donde en una carta de albur se arriesgaban los míseros jornales percibidos en toda la semana por los trabajadores.
En el precioso edificio que ahora se llama Casa de Iturbide, sede de una institución bancaria, hubo una famosa casa de juego regenteada por un tal Joaquín Alcázar. A ella iban funcionarios públicos que apostaban entre sí las cantidades que para el efecto distraían de los fondos públicos. Nos quejamos ahora de los comerciantes ambulantes que en la calle ponen sus estuches o sus tenderetes. Pues bien: en esa época muchas calles del centro de la capital estaban llenas de jugadores que sentados en el suelo se entregaban a los dados, a la lotería, a los juegos de naipes.
El Gobierno se preocupó al ver la proliferación de toda suerte de garitos, y ante el enojo de la sociedad dio marcha atrás en su legislación y prohibió el juego. Los jugadores no se preocuparon: trasladaron sus casas de juego a Tlalnepantla, que pertenecía al Estado de México y cuyas autoridades se mostraron dispuestas a recibir a los tahúres con tal de percibir los impuestos que los garitos debían pagar por su funcionamiento.
Los moralistas estaban escandalizados por la degradación de las costumbres. Aparecieron como hongos mil pasquines en los cuales con absoluta falta de recato se injuriaba a las personas más decentes. Con desfachatado cinismo los editores de esos pasquines echaban lodo sobre la reputación de las señoras, cuyos maridos, padres o hermanos se veían obligados -tal era la nueva costumbre- a retar a duelo al libelista. Éste se confiaba en sus habilidades de tirador, y con frecuencia mataba a quien había salido en defensa del honor de su esposa, su hija, su hermana o su novia. “La sociedad -dijo un escritor católico- se encuentra sobrecogida de dolor, y de asombro los amigos de las leyes, al ver cómo se extienden entre nosotros esos asesinatos que con el nombre de duelos se registran todos los días en la ciudad...”.
¿Todo tiempo pasado fue mejor?
Lo dudo.