El arte de escribir
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Tengo una deuda personal con los libros de artículos literarios. Es decir, los libros sobre libros. Cada que leo uno lo hago con papel y lápiz en mano para escribir nombres y obras recién descubiertas. La manía crece cuando el volumen es de alguna voz de cabecera: “Horas en una biblioteca” de Virginia Woolf, “El mago de Viena” de Sergio Pitol, “Cauces de la poesía mexicana” con apuntes periodísticos de José Gorostiza y muchos más. A esta vena pertenecen los libros sobre la escritura misma. Mi favorito de todos los tiempos es Borges con sus conferencias de poética. También disfruté mucho “Mientras escribo” de Stephen King y sus artilugios para contar historias. Qué decir de los libros de Clara Janés. Ayer leí uno de Ray Bradbury: “Zen en el arte de escribir”. En estos títulos uno escucha consejos en la voz de los maestros. Me gusta la experiencia porque ayuda a desmitificar la imagen del escritor como un ente divino que recibe la palabra (así de rimbombante como suena) y muestra, en realidad, el trabajo de músculo que hay detrás de cada línea.
Algo que suele pasar en estos libros, no sé muy bien por qué, es la repetición. Siempre hay una anécdota que insiste en aparecer una y otra vez en los textos. Incluso en el libro de Pitol encontré el mismo párrafo exacto en dos ensayos diferentes. ¿Error de edición? Es probable. Pero me gusta pensar que es una especie de mantra involuntario. Rosa Montero dice, en su reciente y hermoso libro “El peligro de estar cuerda” (que reseñaré pronto con gran entusiasmo) que todos los escritores ―grandes y chicos, famosos y anónimos― tienen un elemento (consciente o inconsciente) repetido. Un fantasma que se escapa en cada obra que escriben. Ella explica que en su caso particular lo recurrente es la figura del enano. Incluso cuando pensó que se había librado de eso en una de sus novelas, se dio cuenta que la protagonista era una mujer de estatura muy pequeña. Ahí estaba de nuevo. En Borges, por ejemplo, leemos sobre Heráclito y el tiempo, los espejos, laberintos, muchos Stevensons, Kiplings y otros Borges.
En Ray Bradbury encontré el circo, los dinosaurios y Buck Rogers. Este último personaje, mencionado diez veces en los artículos de “Zen...”, era él héroe de una tira cómica publicada por Amazing Stories (los primeros cuentos de ciencia ficción que leyó el célebre escritor norteamericano). En ese entonces, cuando él tenía nueve años, sus compañeros se burlaron de su gusto por Buck. Bradbury, enojado, rompió todas sus historietas. La tristeza lo invadió y tuvo el coraje para regresar con su ídolo. “Volví a coleccionar Buck Rogers. Desde entonces he sido feliz porque así empecé a escribir ciencia ficción. Desde aquella vez nunca le he prestado atención a nadie que criticara mi gusto por los viajes espaciales, las barracas de feria o los gorilas. Cuando esto ocurre, meto mis dinosaurios en el bolso y me voy de la habitación”. Otra vez noté las mismas obsesiones, que tanto agradezco, en apenas cinco líneas.
El libro de Bradbury, como suele suceder en este tipo de obras, toca las preguntas de siempre: ¿De dónde salen las historias? ¿Existen las musas? Los cuentos del afamado literato fueron distintos porque la ciencia ficción era un escenario para hablar de la amistad, del dolor o la ironía. Los lectores notamos que él se divierte, imagina. Bernard Berenson, un importante historiador, le escribió a Bradbury una carta en la que se confesó asombrado por su escritura: “¡Qué diferencia con esos obreros de la industria pesada en que se han convertido los escritores profesionales!”, le dice. Una maravilla de definición. Quizá esos de la industria no podrían hacer un libro tan fresco y genuino como los de Bradbury o los de Woolf o Rilke. En “Zen...” hay un consejo recurrente: “No dar la espalda, por dinero, al material que ha acumulado en la vida”. También advierte que la musa se alimenta de poesía, de ensayos, de novelas, a la par del arte de escuchar, elemental para el arte de escribir.