El enigma de los libros
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En 1160, Herrada de Lansberg —con la ayuda de las 60 monjas de su convento— se aventuró a cumplir un proyecto pretencioso: escribir una enciclopedia que cubriera “todo el saber existente”, así como “la historia del mundo”. El manuscrito se llamó “Hortus deliciarum” (El jardín de las delicias) y constó de 324 páginas. Sandra Ferrer narra la anécdota en “Mujeres silenciadas en la Edad Media”. La escritora explica que esta obra “recorre las distintas ciencias conocidas ilustradas por más de trescientas hermosas iluminaciones, entre las que encontramos retratos de las hermanas de Hohenburg representando momentos de la vida cotidiana”. De aquel majestuoso trabajo solo queda una calca reconstruida por expertos, el original se destruyó. Pienso en Herrada y en quienes han creído, con fuerza, en el poder de los libros. Recuerdo a Demetrio de Falero, fundador de la biblioteca de Alejandría, y su sueño por rebasar los 500 mil valiosos ejemplares. En condiciones opuestas, el emperador Shi Huandi mandó quemar los libros para que no hubiera historia antes de él. ¿De dónde proviene esta magia con efectos tan reales? ¿Cuándo la inventamos?
Vuelvo a estas reflexiones al hojear otro libro, “Mundo escrito y mundo no escrito”, donde veo a un Italo Calvino en problemas. En 1984 le pidieron un texto sobre la pregunta del millón: ¿Por qué escribe usted? Admite que escribir le “cuesta siempre un gran esfuerzo”, una “gran violencia” sobre sí mismo. Apenas unas páginas atrás, en otra conferencia (un suceso maravilloso que regalan las compilaciones de artículos), Calvino responde sin tropiezos y con gran maestría cuando habla de libros. Detalla, por ejemplo, que para Galileo Galilei el alfabeto fue la más grande invención de la humanidad: una veintena de signos podían “dar cuenta de toda la multiforme riqueza del universo”. La sabiduría pudo contenerse, luego, en la escritura. El libro, desde su aparición, fue símbolo de ese poder. Así, en un juego de combinaciones fonéticas finitas se obtiene un número infinito de conocimiento.
En la literatura, relata Calvino, el libro surge “como un instrumento sobrenatural en los cuentos, en las leyendas y en las aventuras caballerescas”. Él menciona al mago Atlante del “Orlando furioso”, quien hizo salir de su libro mágico un palacio de ilusión. Astolfo tuvo que apoderarse del tomo para ganar virtud y cabalgar su hipogrifo hasta la luna. Llegan a mi memoria otros libros mágicos como el de “La historia interminable” de Michael Ende, donde al final de Fantasía hay un enorme volumen en el que se escribe lo que todos hacen cada segundo. “El universo (que otros llaman la Biblioteca)”, propuso Jorge Luis Borges en la primera línea de su cuento “La biblioteca de Babel”. También él dijo la frase tan famosa como conmovedora: “Siempre imaginé que el paraíso sería algún tipo de biblioteca”.
Las personas todavía asocian los libros a sucesos grandiosos, importantes o fuera de serie. Creen, incluso, que leer es algo “bueno”. Entiendo el mito, pero existen casos en los que sucede lo contrario. En la literatura los villanos hacen de las suyas cuando se apropian de los libros mágicos; en la realidad, pasa igual. Cuando mi mamá me enseñó a leer me dijo: “Te ha dado una llave”. Con los años entendí que era una llave maestra, abre puertas a la belleza y al horror por igual. Pero a mí, como a todo mundo, me gusta pensar que hay mucho de misterio. Casi puedo ver los rostros de asombro de mis estudiantes cuando les cuento de un libro antiguo de adivinación que responde preguntas (El I Ching). Así hemos puesto lo increíble entre las páginas. Hay libros que llevan la palabra de Dios, la historia de la humanidad, la extensión de los mares o la descripción de las estrellas. Quizá estemos destinados a seguir alimentando la misma fantasía de Herrada y de los que han escrito las enciclopedias. Esa ilusión de contener la vida en un objeto hecho de árboles, como decía Carl Sagan, capaz de conseguir que “la magia funcione”.